Opinión
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Tintero, manguillo, secante
N

o es posible prescindir de la referencia a José Emilio Pacheco aun cuando una no le haya sido cercana, salvo en lo que concierne a las lecturas. También leí la revista Billiken, las novelas de Salgari y hasta a Hugo Wast. En vivo recuerdo a José Emilio, entre otras ocasiones, en la Sala Nezahualcóyotl, dialogando con Mario Vargas Llosa. Pero lo que me mueve a ofrecer estos renglones son sus menciones urbanas que rememoran a toda una generación y que con su pérdida y la de Carlos Monsiváis amenazan con diluirse en el recuerdo por más que no sean aparentemente recuperaciones artísticas o trascendentes las que su memoria recreó espléndidamente en el que quizá sea el más conocido de sus libros, cuya voz narrativa es la de un adolescente. Los adolescentes de hoy siguen leyéndolo y comentándolo. Me refiero desde luego a Las batallas en el desierto, no a la trama, sino a lo que menciona en torno a transportes, canciones, anuncios de radio, revistas, estrellas de cine, entre las que se cuentan Elizabeth Taylor (me imagino que en Nacional Velvet) y Jennifer Jones en Duelo al sol.

La narración se ubica en los tiempos de los trenes amarillos, los programas de radio como Doctor I Q o el famoso de los Niños catedráticos en el que participaban Monsiváis y Concha Escudero y, tiempo después, José Antonio Alcaraz.

El arzobispo de México, el mismo al que pintó José Clemente Orozco, también comparece, me refiero al arzobispo Luis María Martínez, así como el presidente del desarrollismo: Miguel Alemán, a quien recordamos quizá más por sus caricaturas que por otro medio, debido a que probablemente su llamativa dentadura siempre ostentada era muy caricaturizable.

También la comida. Recuerdo perfectamente los sándwiches llamados platillos voladores con los que la bella Mariana, la madre de Jim, obsequia a Carlitos el narrador. Eran unos aparatos redondos de mango largo en los que se prensaban dos rabanadas de pan Bimbo con su contenido; aún puedo ver esos utensilios que no necesitaban de horno de microondas.

Todo cinéfilo actual fue un cinéfilo temprano aun cuando actualmente ya muy poco o nada sepa de cine. Sería mi caso, no el de José Emilio. Pero, ¿quién sabe?, tal vez yo proveniente del sur de la ciudad pude ver en la matiné de Cinelandia los mismos programas de caricaturas y dibujos animados que él, proveniente de la colonia Roma, pudo haber visto. O bien un poco después haber coincidido en el Centro Cultural y Deportivo vanguardias cuando el imprescindible padre Pérez del Valle SJ pasó la película La carga de los seiscientos dragones con Errol Flyn o las secuencias de episodios del Hombre Lobo.

La múcura está en el suelo, mamá no puedo, con ella, se cantaba y las chicas sanangelinas, que salvo excepciones éramos a esas edades aunque ya no tan tempranas prácticamente ágrafas en cuanto a sexualidad, nos dábamos cuenta de que la estrofa nenita quién te rompió tu mucurita de barro no tenía como motivo principal las pequeñas ollas barnizadas que se compraban en el mercado de Coyoacán para hacer la comidita con hierbas y agua.

El elenco citadino, que va desde la época de la fiebre aftosa hasta los estragos de la poliomielitis que había afectado a compañeros que nos eran cercanos, junto a la moda de los tinacos de asbesto y la leche en polvo Nido eran anexos a los anuncios de la radio y programas que incluían a La doctora Corazón y su clínica de almas o a Cuca la telefonista en la XEW. A José Emilio se le olvidó un significativo anuncio culinario que aquí me permito recuperar el cual concierne al aceite Uno dos tres: Uno dos tres, mamacita, mira que aceite tan bueno

Pero lo que más me gustó cuando releí ese libro para cotejarlo, después de que lo volvieron película, fue la mención de las plumas Esterbrook, pues tuve una de las primeras y a la vez conocí la etapa del manguillo y el tintero que dígase lo que se quiera llegó a procurar decorosas caligrafías, con o sin el sistema Palmer.

También las divas. Su Muy Kay, Tongolele y Kalantán, quienes hasta llegaron a encontrarse incluidas en una canción que hasta donde recuerdo escuché por primera vez en boca del después filósofo y profesor neomarxista Enrique González Rojo, cuya primer esposa, Graciela Philips, era gran conocedora de la música clásica transmitida por la radio en la XELA y la XEN. Está el recuerdo de la nevería La Bella Italia, donde no vendían paletas Kiko y la batuta del italiano Umberto Zanolli.

Estos renglones son un discretísimo recuerdo a uno de los personajes de la cultura mexicana de mayor incidencia que tuvimos el privilegio de conocer aunque fuera aleatoriamente y va mi pésame a la incansable Cristina Pacheco y más que nada a mi casi ex discípula en la Facultad de Filosofía y Letras: Laura Emilia, extensivo a Cecilia, con el más sentido y a la vez afectuoso abrazo de pésame. El espíritu de José Emilio trasciende con mucho el tiempo de su curso terreno que aquí me permito con todo respeto dedicar a estas tres mujeres.