Opinión
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La ética de la responsabilidad
J

osé Emilio Pacheco fue muchas cosas –narrador, traductor, guionista...– pero, sobre todo, una: poeta. Y de los grandes. Escribir era para él el cuento de nunca acabar, la tarea de Sísifo, pues, como Valéry y Juan Ramón, no aceptaba la idea de texto definitivo: “mientras viva –decía– seguiré corrigiéndome”. Y así ha sido porque se negó a capitular ante la avasalladora imperfección y, partidario del duro y exigente labor limae, continuó reescribiendo y reescribiéndose siempre, porque lo que buscaba era la iluminación que producen determinados momentos perceptivos en los que el poema capta la epifanía del instante, al convertir la sensación del tiempo en voz : Vuelve a mi boca, sílaba, lenguaje/ que lo perdido nombra y reconstruye./ Vuelve a tocar, palabra, el vasallaje/ que con tu propio fuego te destruye./ Regresa, pues, canción hasta el paraje/ en donde el tiempo acaba mientras fluye./ No hay monte o muro que su paso ataje:/ lo perdurable, no el instante, huye. Su obra –que él vivió y sintió como work in progress– nunca estuvo acabado del todo sino, como los relojes, en estado de marcha y tan en marcha que me cuesta creer que su cuerda se haya detenido ya. Durante años –nos conocimos en Viena a comienzo de los años ochenta– he asistido maravillado a esa sucesión y simultaneidad de sus registros: simbolismo, culturalismo, surrealismo, coloquialismo, minimalismo... todo se daba a la vez en él, porque, como muy pronto supo ver Vargas Llosa, José Emilio fue, desde sus inicios, un creador perfectamente formado, con una visión lúcida y personal de la realidad, y dotado de facultades expresivas nada comunes. Por influjo de Juan José Arreola, empezó escribiendo prosa, pero se le impuso la poesía a la que nunca dejó de serle fiel. Excelente conocedor de la música popular rimada, supo encontrar un espacio entre el realismo coloquial de Sabines y la antipoesía de Nicanor Parra, creando esa antipoesía conversacional latinoamericana que ha descrito muy bien Daniel Torres. Pero, conocedor de la alta cultura y la gran tradición en el sentido fijado por Eliot, reconoció sus deudas con todos sus maestros (Gorostiza, Paz, Cernuda, Cardenal) porque, en su opinión, un poeta debe tanto a los poetas que lo precedieron como a sus contemporáneos y a los que vienen después. Su concepto del libro era menos mallarmeano que simbolista: agrupaba sus unidades de dicción en secciones y sin ironía consideraba que Tarde o temprano era su primer libro que había tardado veinte años en escribir. Heraclitiano en su uso de la paradoja y el oxímoron, también lo fue en su idea de lo temporal: nada persiste contra el fluir del día. Próximo al haiku de Tablada, llamó al mar espejo roto/ de la luna desierta y vio en él el cotidiano nacimiento del mundo. La dicotomía fue para él –como para Quevedo– la base de su estructura mental: su forma mentis. Y, como Borges, ni supo ni quiso decir no a los virgilianismos tan abundantes en su obra: desde Vuelan como palomas/ los instantes./ Y otra vez/ cae el silencio hasta su título El silencio de la luna (1994). No me preguntes cómo pasa el tiempo, escrito entre 1964 y 1968, recoge algunos de sus mejores poemas de madurez, entre los que destacan su interpretación de su país en Transparencia de los enigmas y Manuscrito de Tlatelolco, Alta traición, Ya todos saben para quién trabajan, que es una excelente muestra de la mejor poesía social, Venecia, Pompeya, Conversación romana... Veía y vivía cada poema como un ser vivo que también envejece y en Irás y no volverás (1969-1972) todavía le dio a su obra una vuelta de tuerca: Contraelegía puede verse como su poética, aunque Pacheco tuvo muchas más –entre otras ésta: No tu mano:/ la tinta/ escribe a ciegas/ estas pocas palabras. No hay un José Emilio Pacheco sino muchos y varios que se completan y autocorrigen los unos a los otros sin cesar: Islas a la deriva (1973-1975) ensaya uno; Desde entonces (1975-1978) otro; y el de Los trabajos del mar (1983) otro más. En Miro la tierra (1986) ensaya el poema solidario; en Ciudad de la memoria (1989), la magia de la crítica; en La arena errante, la mirada del otro con ese gran poema, Ulan Bator, dedicado al síndrome de Down. Defensor como Pedro Salinas, abogó por la eñe en Siglo pasado (desenlace) (2000), y en La edad de las tinieblas (2009) optó por el poema en prosa en un cruce de Conrad y Valente. Como dice Noé Jitrik, sus poemas no dejan dormir porque son insomnes; y hacen pensar, porque son pensamiento ellos mismos. El último Pacheco era un poeta ético, con un sentido colectivo del texto, que nos hacía ver el otro lado de los seres y de las cosas y apostaba por una ética de la responsabilidad política, social y ecológica. Sin él nuestra lengua ha perdido muchas de sus modulaciones, pero ni uno solo de los contenidos que él supo forjar.

* Ensayista español