Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 2 de febrero de 2014 Num: 987

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El bestiario humano
de José Emilio

José Ángel Leyva

La huella radiante de
José Emilio Pacheco

Juan Domingo Argüelles

Pacheco, el soberano
Ricardo Guzmán Wolffer

Creación del poeta
o malinterpretación
de Blake

Marco Antonio Campos

Poemas
José Emilio Pacheco

Carta a José Emilio Pacheco, con fondo
de Chava Flores

Hugo Gutiérrez Vega

También este año me atormenta la noche
Yorguís Kótsiras

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Poesía
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La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
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La Casa Sosegada
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Jorge Moch
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Mis vergüenzas con José Emilio

Esta es la rediviva confesión de un plagio consentido. Me sentí cercano a José Emilio Pacheco mucho antes de que siquiera supiera de mi existencia. Lo escuché, deslumbrado con esa sencillez que imprimía a su erudición universal y sucesiva, varias veces en las ferias del libro de Guadalajara. Leí de prestado, por allá de los veinte años, ese librito mágico que es Las batallas en el desierto. Lo compré en la edición de Era en 1997 y lo sigo atesorando igual. El 13 de febrero de 1998, en Veracruz, lo fui a ver, para escucharlo disertar –otra vez con esa erudición que abarcaba todas las geografías, todos los géneros, una copiosa cauda de autores y obras– sobre vida y obra de Salvador Díaz Mirón como presentador, junto con el autor, Manuel Sol, de quien, por cierto, José Emilio no se cansó de ponderar la titánica labor que supuso la “recopilación, introducción, bibliografía y notas biográficas” del copioso material con que se editó el volumen que hizo el Fondo de Cultura Económica, en su colección Letras Mexicanas de la Poesía completa, del que quizá haya sido el mayor poeta jarocho. José Emilio parecía saber de memoria todos los poemas de Díaz Mirón. Recitaba los versos de Lascas como si fueran suyos. Al final de la conferencia fuimos muchos los que hicimos fila para saludarlo o pedirle un autógrafo, hubo hasta empujones que dieron luego sustancia a un cuento que publiqué por ahí. De pronto me pareció que estaba asediado, acorralado en un rincón de la capilla principal del recinto del Instituto Veracruzano de Cultura. Preferí hacerme a un lado y me quedé sin autógrafo.

A finales de ese mismo año, nuevamente en la Feria del Libro de Guadalajara, pude acercarme a hablar con él. Por ese entonces coordinaba yo un mínimo suplemento cultural en un diario local, Sur, del puerto jarocho (El Paliacate). Se me ocurrió proponerle que me dejara publicar por entregas semanales Las batallas en el desierto para hacérsela llegar al público veracruzano, y la idea le gustó. Me dio un número de teléfono, que resultó ser un fax, y yo poco después le mandé la petición por escrito. El resto es una breve y enojosa historia de malentendidos: obsequioso, José Emilio llamó a mi oficina en Veracruz y dejó dicho –yo andaba de viaje– que por él no habría problema. Alguna indicación dejó de que recibiría yo comunicación de sus editores y yo me quedé muy tranquilo cuando esa comunicación nunca llegó, aunque lo cierto es que yo debí llamarles. Y durante doce semanas reprodujimos en El Paliacate cada capítulo de Las batallas… Y en la siguiente FIL de Guadalajara, cuando él presentaba los poemas de La arena errante y le di las gracias por dejarme publicar su novela, supe que había yo cometido un plagio horrible, porque me topé con los ojos de pistola de Marcelo Uribe, director editorial de Era, que era la dueña de los derechos de Las batallas… y a quien yo debía, hacía meses, haberle primero pedido permiso y luego pagado derechos. Marcelo amablemente, pero sospecho que con contenida y muy justificada furia, me explicó que por mucho menos de lo que yo había hecho se había ido a la quiebra más de un proyecto editorial. Como yo en ese entonces ni siquiera recibía un salario del periódico donde publicaba mi mamotreto, propuse un plan de cómodas mensualidades. José Emilio intercedió y Marcelo fue generosísimo y al final, mal está decirlo, me salí con la mía aunque de veras avergonzado. Lo bueno es que Las batallas en el desierto llegaron así a más lectores. Al final, magnánimos y resignados, José Emilio y Marcelo restaron importancia al asunto y yo quedé en deuda para siempre con ellos.

Pude saludar a José Emilio algunas veces más, y hasta llegó a comentar algo sobre mis diatribas en este espacio. La última vez que lo vi en persona fue en los atestados pasillos de la Feria del Libro del Palacio de Minería. Lo acompañaba Cristina, a quien hoy, desde la confusa anonimia de ese momento breve, le reitero un abrazo fuerte y en lo posible esta suerte de acompañamiento, de tristeza compartida por la repentina, inesperada ausencia de José Emilio, esta que él mismo, en Siglo pasado (Desenlace) tituló “Irrealidad” y plasmó virtuosamente en palabras: “Como fantasma de un espectro vuelvo/ a este mundo con mi experiencia que ya no sirve/ y me abruma/ atestiguar cómo todo ha cambiado hasta la irrealidad; cómo fantasía alguna fue capaz/ de imaginar cuanto hay ahora, todo lo que es/ –y desde luego nadie esperaba.”

Como nadie esperaba, José Emilio, que te nos fueras tan pronto.