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Cronología abreviada de la imposición y la entrega
C

uando el 14 de abril de 2012, durante la sexta Cumbre de las Américas en Cartagena de Indias, Colombia, el presidente Felipe Calderón le confesó a su homólogo peruano, Ollanta Humala, que en algunas partes del territorio nacional el narcotráfico había comenzado a remplazar funciones del Estado, como la recaudación de impuestos, pareció avalar la matriz manufacturada en Washington tres años antes, que definía a México como un Estado fallido.

Y aunque era admitir el tácito fracaso de su guerra a las drogas después de cinco años de terror y muerte, Calderón volvió a redondear la idea en Puerto Vallarta, Jalisco, tres días después, en el Foro Económico Mundial para América Latina. Dijo allí: “Los cárteles de la droga han conformado un Estado paralelo al suplir funciones de gobierno. (…) Imponen su ley y cobran cuotas. (…) Estos señores tienen un comportamiento monopólico y no quieren que entre su competencia. En lugar de vencer con precio y calidad, se matan. Eso genera caos en algunas regiones (donde) buscan controlar ciudades y territorios”.

De hecho, Calderón parecía asumir las matrices de opinión del experto en contrainsurgencia y contraterrorismo y asesor del Pentágono John P. Sullivan, sobre la existencia de una suerte de estado criminal liberado o soberanías paralelas y enclaves criminales en zonas de Tamaulipas, Michoacán, Yucatán, Durango, Nuevo León y Coahuila.

2013. La orden de Enrique Peña, en mayo, de enviar militares a Michoacán dio inicio a una nueva fase en materia de seguridad. Subordinado a la agenda militar/policial de Washington –como garantía para la imposición de la contrarreforma energética–, el Presidente fue empujado a adoptar algunos cambios de forma bajo el monitoreo in situ del embajador Earl A. Wayne y de la entonces secretaria de Seguridad Interior de Estados Unidos, Janet Napolitano. Los encuentros de ambos funcionarios estadunidenses con los secretarios Miguel Ángel Osorio, Emilio Chuayffet y Luis Videgaray, de Gobernación, Educación y Hacienda, respectivamente, y con el procurador general de la República, Jesús Murillo, y el encargado de la Secretaría de Seguridad Pública federal, Manuel Mondragón, en el marco de la Declaración sobre la Administración de la Frontera en el Siglo XXI (el mecanismo ejecutivo bilateral suscrito por los presidentes Calderón y Barack Obama en mayo de 2010), junto con las filtraciones previas a la designación del ex procurador Eduardo Medina Mora como embajador en Washington, formaron parte de los amarres para la continuidad de las agendas privatizadoras y de seguridad en su nueva etapa.

La visita de Barack Obama a México los días 2 y 3 de mayo fue otra puesta en escena de la política como espectáculo. Publicitariamente, la Iniciativa Mérida, seguridad, inteligencia y el tráfico de armas fueron sustituidos por la colaboración económica y la integración transfronteriza como sinónimo de anexionismo larvado. Con el fantasma a cuestas del estallido en la torre II de Pemex (una explosión con sabor a C-4 típica de las acciones encubiertas desestabilizadoras), en los primeros meses de gestión Peña cumplió con sus patrocinadores, al imponer varias contrarreformas estructurales diseñadas por el Banco Mundial, el FMI, la OCDE y el Departamento del Tesoro estadunidense: la laboral, la educativa, en telecomunicaciones y la financiera, entonces en curso. Y Barack Obama vino a premiarlo. La novedad fue que Obama asumió la nueva épica del gobierno mexicano. Así, el México de los 150 mil muertos y los 25 mil desaparecidos de una guerra fratricida encubierta, propiciada por Washington, se transformó por arte de magia en un país próspero, de clase media urbana en expansión y con jóvenes nacidos para triunfar.

El cambio de diseño y la nueva narrativa propagandística bilateral seguirían obedeciendo a las directrices geopolíticas de Obama y del complejo militar-industrial-energético-mediático de Estados Unidos; objetivos plasmados en la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (Aspan), que opera con un gobierno empresarial en las sombras dispuesto, ahora, a corregir partes del TLCAN a través de un nuevo mecanismo de coordinación.

Para eso, la fracción anexionista del capital trasnacional local colocó en Washington a Medina Mora como embajador de México. Coordinador del equipo jurídico del TLCAN en los años 90, Medina fue uno de los negociadores de la Iniciativa Mérida (2007), herramienta punitiva para establecer un perímetro de seguridad en torno al territorio continental del imperio. Desde entonces, Norteamérica se ha venido consolidando como un espacio geográfico de cara a la competencia inter-capitalista con los otros dos mega-bloques subregionales: Europa comunitaria y Asia-Pacífico. Al proyecto hegemónico se sumó la reciente incorporación de México al Acuerdo Transpacífico (TTP), cuyo fin es construir un cerco militar, económico, comercial y financiero en torno a China, y que también intentará frenar el auge del yuan y extender la vida útil del dólar como moneda de referencia, en el marco de una guerra de divisas.

De allí, pues, el viraje discursivo cuasi esquizofrénico de Obama, quien pasó de México como un Estado fallido a punto de estallar a la matriz ilusionista de una democracia próspera. Con un agregado: inscrita en la revolución del gas shale (aceites de esquisto y arenas asfálticas no convencionales, cuya producción y explotación, según sus panegiristas, convertirán a Estados Unidos en primer productor mundial de crudo hacia 2017), la integración silenciosa de México en materia de hidrocarburos y electricidad –el viejo proyecto de un mercado común energético de América del Norte impulsado por la administración Reagan en los 80 y potenciado por George Bush Jr. a comienzos del siglo XXI– estaba próxima a consumarse.