Opinión
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Temas nucleares
E

l desarrollo, fabricación y eventual uso de las armas atómicas o nucleares planteó una serie de consideraciones éticas y políticas tanto para los científicos como para los dirigentes de los países involucrados. Ni unos ni otros encontraron respuestas satisfactorias.

Hacia 1939 los científicos en Alemania, así como los europeos que se habían refugiado en Estados Unidos, llegaron a la conclusión de que era factible una reacción nuclear en cadena y, por lo tanto, la construcción de un artefacto atómico altamente explosivo. Para lograrlo, sólo era cuestión de tiempo para conseguir los recursos humanos y materiales necesarios.

Entre los científicos estadunidenses hubo cierto escepticismo acerca de la posibilidad de construir una bomba atómica. Pero hubo otros que estaban preocupados ante la posibilidad de que Adolf Hitler consiguiera una bomba atómica. Uno de ellos fue el físico húngaro Leó Szilárd, que se encontraba en la Universidad de Columbia en Nueva York.

Szilárd se acercó a Enrico Fermi, un reconocido físico italiano que se había exiliado en Chicago en 1938. Pero éste no compartía la preocupación de Szilárd, quien entonces buscó a Albert Einstein, su antiguo profesor en Berlín instalado en la Universidad de Princeton. En julio de 1939 lo convenció de enviar una carta al presidente Franklin Roosevelt para alertarlo del peligro de que Alemania construyera una bomba atómica.

Así se sembró la semilla de lo que en 1942 se convirtió en el Manhattan Project. El propósito de dicho proyecto era construir una bomba atómica antes de que lo lograran los alemanes. La idea inicial no fue la de utilizar la bomba sino la de construirla para disuadir al enemigo. Ahí nació la teoría de la disuasión nuclear, que dominaría buena parte de la rivalidad entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética durante la segunda mitad del siglo pasado. Le idea era muy sencilla: no te atrevas a atacarme porque tengo un arsenal capaz de aniquilarte.

Se construyeron cuatro bombas atómicas: el artefacto que se ensayó el 16 de julio de 1945, las bombas que arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki los días 6 y 9 de agosto de ese año, y una cuarta bomba que no utilizaron. A finales de 1945 Estados Unidos había demostrado al mundo que tenía la capacidad científica, técnica e industrial para producir armas nucleares (aunque lo hizo con la ayuda de Canadá y Reino Unido y decenas de científicos extranjeros), que tenía un monopolio sobre esas armas (aunque sólo tenía una) y que estaba dispuesto a utilizarlas.

¿Cómo convenció Estados Unidos a tantos científicos de colaborar en un proyecto destinado a construir el arma más poderosa jamás ideada? ¿Y por qué esos científicos participaron en un proyecto netamente militar dirigido por el general Leslie Groves?

A muchos químicos y físicos que habían dedicado su vida a la investigación de la ciencia pura quizás los empujó la curiosidad de ver los resultados prácticos de sus descubrimientos teóricos. Otros estaban convencidos de que debían salvar a la humanidad de la amenaza que representaban los nazis. Hubo discusiones entre ellos acerca de la ética científica de lo que estaban haciendo pero, con raras excepciones, no tuvieron serias dudas sobre lo que hacían en Los Álamos y otros centros de investigación.

Una excepción fue el físico polaco (luego británico) Joseph Rotblat. En diciembre de 1944, cuando se supo que Hitler había abandonado su proyecto atómico, Rotblat decidió renunciar y se fue de Los Álamos. Fue el único que manifestó que el Manhattan Project ya no tenía sentido. Una década después Rotblat ayudaría a Bertrand Russell y Albert Einstein a crear el movimiento Pugwash, que hoy continúa propiciando el desarme nuclear.

Pero Roosevelt, alentado por el general Groves, así como el director científico J. Robert Oppenheimer, decidió continuar con el Manhattan Project. Meses después, en mayo de 1945, cuando los alemanes se rindieron, no pocos de los científicos que trabajaban en el Manhattan Project pidieron que se descontinuara. Para entonces Roosevelt había muerto y su sucesor, el presidente Harry S. Truman, se había convertido en un entusiasta defensor del proyecto.

Curiosamente Truman sólo se enteró del Manhattan Project al asumir la presidencia de Estados Unidos en abril de 1945. Se encaprichó con la idea de producir una bomba atómica y en sus memorias confiesa que desde un primer momento decidió que la utilizaría si se cumplían dos condiciones: que se ensayara con éxito y que se identificaran centros de producción militar en Japón. Consideraciones militares influyeron en esa decisión: se precipitaría el fin de la guerra en el Pacífico y se enviaría una señal clara a la Unión Soviética, que Truman veía como una potencia expansionista en 1945.

A los científicos que observaron ese primer ensayo de un artefacto atómico les sorprendió su poder explosivo. De hecho nadie pudo calcular el tamaño de la explosión que se produciría. Enrico Fermi dijo medio en broma que podría ser un fracaso o que podría destruir el mundo. Resultó superior a la explosión que destruiría a Hiroshima.

Los científicos estaban divididos en cuanto a lo que habían logrado. Algunos abogaron por seguir produciendo bombas cada vez más potentes mientras que otros estaban horrorizados por la devastación que causaría su posible uso.

En junio un grupo de científicos encabezado por James Franck insistió en que no se utilizara la bomba atómica contra Japón. Es más, el grupo predijo que el secreto atómico pronto dejaría de ser secreto y que se desencadenaría una competencia nuclear con otras naciones (léase la Unión Soviética), que obligaría a Estados Unidos a seguir produciendo más y mejores artefactos nucleares. Así ocurrió.

La decisión de Roosevelt a finales de 1944 de continuar con el Manhattan Project a pesar de que ya se sabía que Alemania había abandonado su proyecto de construir una bomba atómica fue un grave error. La decisión de Truman de utilizar bombas atómicas contra Japón fue inmoral.