En qué nos hablamos los mexicanos

Para José Emilio Pacheco,
 quien cuando lo hubo perteneció
al consejo editorial de
Ojarasca

Para Cristina Pacheco

Todas las lenguas la lengua, ¿en qué nos hablamos los mexicanos? Lo fácil sería decir que en “español”, o más propiamente castellano. Que bueno, sí, es la lengua nacional, y lingua franca entre los pueblos indígenas que hablan múltiples idiomas y resuelven su Babel —como detectara Juan Gelman en Chiapas en 1994—, al igual que todos los colonizados, en el idioma del colonizador.

Las fuentes gubernamentales dedicadas a contarlos y etiquetarlos (INEGI, CDI, Inali) están entregadas a una carrera contradictoria de sumas y restas, que se regocija en contar ya no en 56 sino en 68 o más el número de lenguas habladas en nuestro país, mientras a la vez achican la población absoluta indígena con criterios censales que, perdonando la expresión, pecan de inclinación al genocidio estadístico: entre menos, mejor. Y okey, aceptemos que el mixteco, el nahua o el zapoteco son más de uno, con diferencias lingüísticas considerables, y que un par de lenguas mayas de Guatemala se quedaron de este lado después del exilio, pero a ver, ¿por qué no comenzamos por contar al inglés como otra lengua extendida en México? Doce millones de migrantes no pueden estar equivocados. Y dejen ustedes que ellos van y vienen, se apochan y les tuercen el rabo a las dos lenguas nacionales. También la publicidad y el consumo, la educación técnica y privada, la extendida “voz de las empresas”, las industrias del turismo, la comunicación y el entretenimiento nos machacan cada día productos, frases y mensajes en inglés, que basta para convencernos de las virtudes de un champú o de un menú. La de neologismos. La de barbarismos. Eso sin considerar que hay mixtecos y triquis que hablan mejor inglés que castellano y ñahñúes en Nueva York que se inclinan por el coreano por razones prácticas.

Las cosas no son sencillas. El castellano en México se degrada, presa del analfabetismo funcional y arrodillado a los balbuceos post verbales de la nuevas tecnologías de lo instantáneo, de por sí concebidas en inglés. La lengua nacional se fragmenta al igual que el país, y en distintos lugares los mismos nombres designan cosas diferentes. Añádase el espectáculo de una clase política que habla en un idioma de simulación y doblez hipócrita, si no cínico, desde una estatura verbal enana. Bien puede desplomarse nuestro castellano a la par de la soberanía y nuestras vías de entendimiento común, ahora que tantos optan por comunicarse a través de los fierros.

En este galimatías donde todo se vuelve relativo, las lenguas originarias adquieren una importancia singular. A la vez que alzan la voz para que nunca más haya un México sin los pueblos que las hablan, construyen, dificultosamente, su expresión escrita. Ellas ofrecen una reserva de dignidad a la que sus hablantes, en especial los jóvenes, pueden recurrir con mayor sentido que nunca para nombrar el mundo. Para muchos pueblos mexicanos, su lengua madre dejó de ser la de los dominados y hoy se habla desde la entereza.

Volviendo al castellano y lo observado por Gelman en Chiapas, el trasvasamiento de la expresión indígena al castilla aporta nuevos signos y caminos a la lengua franca; la refresca a contrapelo de la colonización autista en curso y se da el lujo de inspirar un castellano “en estado naciente” que enriquece al nuestro.

Salvar el territorio de las lenguas, como a todos los demás territorios terrenales y sagrados de los pueblos originarios y sus descendientes dispersos, puede dar claves para que modifiquemos el lamentable camino.