Opinión
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Panecillos de capricho

D

e la venta de pan en los mercados coloniales, da cuenta Juan de Viera, fraile poblano al que debemos la Breve y compendiosa narración de la Ciudad de México, una de las más detalladas y coloridas descripciones de la capital hacia finales del siglo XVIII.

Escribe De Viera, que en la plaza ubicada frente al palacio virreinal –de la que también dan testimonio algunos cuadros de época– había, además de frutas, hortalizas, semillas, azúcares y panochas, y cerca de donde se encontraban a la venta conejos, liebres, gallinas, chichicuilotes y otras aves guisadas con sabrosas salsas, “puestos de pan de todas calidades, a más de innumerables caxones que repartidos en toda la ciudad están en las plazuelas y calles…”

Esto sin tomar en cuenta otra calle entera con canastos de pan-bazo y semitas; además, en el Portal de Mercaderes podían adquirirse “bosques de bizcochos, bizcotelas, mamones y otro infinito número de regaladas masas…”, complementa el fraile.

Respecto de los bizcochos, hay que tomar en cuenta que los documentos de época no siempre designan con esta palabra a los panes de dulce; también se llamaron así las galletas marineras dos veces cocidas en el horno para que así deshidratadas aguantaran travesías de cerca de tres meses, sin descomponerse.

Hacia 1822, llegó a nuestro país el británico William Bullock; en su libro Seis meses de residencia y viajes en México, afirma que en Puebla se vendía pan con diversas formas e ingredientes, de calidad equivalente a la del pan europeo. Poco después recorrió el país su paisano, George Frances Lyon, a quien sorprende la venta de puerquitos, una especie de pan dulce, en una exhibición de payasos y maromeros en Bolaños, Jalisco (Residencia en México, 1826). Un par de décadas más tarde, el francés Ernest Vignaux menciona en su Viaje a México, que encontró más de 80 diferentes panecillos de capricho, con su respectivo nombre; comenta que los mexicanos hacen gran consumo de ellos, con sus tazas de chocolate, muchas veces repetidas en el transcurso del día...

También en el siglo XIX, los escritores costumbristas nos llevarán de la mano por los rumbos de la ciudad y por ciertos locales donde se expendía pan de dulce; es caso de Guillermo Prieto. En su siempre disfrutable Memorias de tiempos, describe el café del Sur, uno de los primeros de la capital, como un despacho completamente provisto de vasos y copas, charolas de hoja lata, un gran tompeate con azúcar, y en hileras simétricas, roscas y bizcochos de todas clases, sin confundirse con tostadas y molletes que eran panes de más privilegiado consumo. Vendrá luego la influencia francesa.