Opinión
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¿Salvando a México?
L

a famosa portada de Time puso en el ruedo estadunidense al presidente Peña Nieto como el nuevo factor para el progreso de México al cumplirse los primeros 20 años del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Si la explícita alusión al salvador fue fruto del entusiasmo editorial de la revista (una suerte de cultivo yucateco comparable al de algunas agencias calificadoras financieras) o reflejo de los deseos del lobby presidencial, lo cierto es que la difusión anticipada de la entrevista, con el seudodebate que le siguió, calentó el ambiente para la llamada cumbre que se realizó en la ciudad de Toluca, convertida en una fortaleza helada y lejana.

Sin duda siempre es saludable el intercambio directo, la diplomacia personal entre los gobernantes, pero más lo habría sido si hubieran admitido que la conmemoración daba el pie necesario para hacer el balance que la historia y la realidad exigen, toda vez que, más allá de cifras y transformaciones, hay un mundo de asuntos no resueltos cuya importancia reside, justamente, en el cumplimiento o no de las grandes promesas de progreso y bienestar que en su momento justificaron, al menos aquí, el camino de la integración comercial. Sin embargo, tal parece que en ese punto todo está resuelto y que, fuera de los temas clásicos de la seguridad y la migración, la cuestión era construir una agenda lo suficientemente concreta (y general a la vez) como para no tener que revisar los principios que ni por asomo se cuestionan. Me sorprendió en ese sentido la bucólica confianza con que el secretario de Relaciones Exteriores se refiere en textos públicos a nuestra región, como si en verdad existiera en su funcionamiento y razón de ser un sentido de unidad, sin desigualdades y prejuicios, sin las asimetrías históricas y estructurales que impiden el libre ejercicio de una voluntad común sin subordinaciones inadmisibles. Compartimos una visión de futuro. Para cada país es prioritario generar más y mejores empleos, promover su presencia en el mercado global y asegurar el bienestar de la sociedad. Compartimos además principios. Somos naciones democráticas que respetan y promueven los derechos humanos y el estado de derecho, escribe José Antonio Meade. No importa si los organismos civiles que velan por el cumplimiento de tales derechos humanos contradicen un dia sí y otro también el déficit acumulado en esta materia. Tampoco tiene caso reiterar cuestiones tan traumáticas como la prohibición al transporte mexicano de circular en las carreteras del norte, asunto estrictamente comercial en apariencia, o la ausencia de políticas laborales compartidas, o la negativa a dar a la migración el lugar y la importancia que tiene en la economía de nuestros socios comerciales, cuando, en cambio, aquí y ahora las deportaciones de mexicanos indocumentados alcanzan cifras insospechadas. Nuestra región no es el “sueño americano”, sino una compleja, difícil y contradictoria realidad donde nos jugamos literalmente la vida.

A querer o no, al cabo de dos décadas de intensa integración la seguridad sigue siendo el eje rector de las relaciones transfronterizas, a pesar, dicho sea de paso, de las aspiraciones integracionistas que ven como un arcaísmo insostenible la defensa del Estado nacional y, por tanto, el ejercicio de la soberanía, devenida una mala palabra. Al canciller mexicano se le llena la boca de satisfacción cuando dice en primera persona que nuestra región genera cerca de 30 por ciento del producto interno bruto mundial. Somos, añade, un mercado de más de 450 millones de personas. Tenemos un capital humano eficiente y cada vez más preparado. Nuestras ventajas logísticas y de comunicaciones generan economías de escala y, la cereza del pastel, operamos bajo un nuevo paradigma en materia energética que hace pocos años resultaba inimaginable. Si todo esto es cierto, y no tengo por qué dudar de los datos, la cuestión pertinente es: ¿por qué a pesar del poderío alcanzado México no crece, la desigualdad aumenta, hay más pobres y la incertidumbre asfixia el potencial de nuestros jóvenes? ¿Será que, en efecto, necesitamos de un salvador a imagen y semejanza del que imagina la revista Time? Antes de relanzar la ruta hacia el Pacífico, deberíamos reflexionar sobre el éxito comercial del TLCAN y su fracaso como palanca para el desarrollo de la sociedad.

Como el lector advertirá, escribo horas antes de la cumbre toluqueña. Mucho se ha hablado de la agenda de la reunión y de sus motivaciones. Algunos críticos asumen que se trata de un encuentro protocolario sin mayores alcances. Puede ser, pero lo único en lo que no creo es que esas reuniones sean inocuas. No lo es, desde luego, para el presidente Peña Nieto, que esta vez se reúne con sus pares sin contar con las reservas constitucionales que hasta ahora limitaban el debate sobre el futuro energético de México, en particular el de Pemex. Que ese es el gran tema lo ha reconocido el primer ministro canadiense, el mismo que no cede en el asunto de las visas. La reforma energética es lo nuevo en esta cumbre. Pero en este punto la Presidencia mexicana no las tiene todas consigo, pues no tiene en el cajón al menos una hipótesis sobre las perspectivas de las relaciones con sus socios comerciales. El esfuerzo reformista tan celebrado en los círculos trasnacionales no está integrado a una visión del país que se espera construir. Tampoco se aclara qué espera México de sus socios del norte. Vamos, carece de un programa de largo plazo, aunque se niegue a admitirlo. Después de reformar la Constitución para privatizar la renta petrolera, es insostenible que el gobierno se siente a la mesa sin las leyes secundarias que definirán el siguiente paso, pero eso es lo que ha hecho en Toluca, dando pie a las peores sospechas. Como es costumbre, la transparencia ha sido opacada por la retórica.