Opinión
Ver día anteriorLunes 24 de febrero de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Cuando habla el viento
E

l viento en la literatura, como en la vida misma, resulta indispensable para que suceda casi cualquier cosa que respire y se mueva. Motor del aire. Marrullero, vengativo, voluntarioso, está en la historia de historias, la Odisea –atribuida a un autor sin más existencia demostrable que su aliento de ciego– y la determina. De los cuatro elementos, es el más persona. Sus contradicciones y caprichos lo hacen bastante humano. La Tierra es madre y todo eso, pero el viento ostenta un ánima que, suspendida en el aire, nos habla en todas partes. Sin embargo, a pesar de sus atributos atractivos para la invención, rara vez lo encontramos como personaje. El mismo dios Eolo, que mas que dios era un hombre privilegiado, no se encarna en su elemento sino que lo gobierna. El odre con que embauca a Odiseo, el más terco de los hombres, contiene un costal de personajes por desarrollar.

Para Neruda, el viento es un caballo: óyelo cómo corre/ por el mar, por el cielo./ Quiere llevarme: escucha/ cómo recorre el mundo/ para llevarme lejos. Para Emily Dickinson es el que desata las tormentas (The wind begun to rock the grass), el que pone en riesgo la tierra, agita las aguas y cunde los fuegos. Los mixtecos de Oaxaca dicen: Antes para llamar al viento se le soplaba una lumbrita. Corriendo venía. Es que le gusta la lumbre (Froilán Peralta Hernández, Revoltijo de palabras, 2000). Esto ya lo aproxima a ser alguien. En el famoso capítulo octavo de Don Quijote de la Mancha, la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, los personajes son los molinos, 30 o más desaforados gigantes que el andante caballero enfrenta al precio de rompérsele la lanza y rodar por el suelo tras fiera y desigual batalla.

El incesto en el mito eólico alude a su falta de límites y freno, amoral e impúdico. Aves y marineros transitan las libres carreteras de los vientos. Pelícanos, águilas, zopilotes y veleros saben del aire, que al moverse los mueve. Los navegantes le ponen nombres fugaces que se lleva el viento. Es importante para las nubes, pero las nubes no son importantes para nadie, no permanecen, se precipitan o dispersan.

Los escultores se las han entendido con la erosión del viento desde que hay plazas públicas, aunque pocos lo representaran como Eduardo Chillida. Después, Richard Serra le abriría al viento las puertas de los espacios del arte. Pero un Chillida no es alguien, es algo.

Federico García Lorca sí pudo (él podía todo). En su encantador romance “Preciosa y el aire, Preciosa tocando viene su luna de pergamino y entonces aparece el hombrón: Al verla se ha levantado/ el viento que nunca duerme./ San Cristobalón desnudo/ lleno de lenguas celestes. Se pone lanzadísimo: Niña, deja que te levante/ tu vestido para verte. /Abre en mis dedos antiguos/ la rosa azul de tu vientre. Y ansioso por lamerla la persigue con una espada caliente. Preciosa corre a refugiarse a la casa que tiene, más arriba, el cónsul de los ingleses. Exhibido como un sátiro de estrellas bajas, el perseguidor se emputa y frustra: en las tejas de pizarra/ el viento, furioso, muerde.

Con todo y todo, las oportunidades del personaje escasean, tras que alabado sea Lorca. Pero ahí tenemos el aporte de César Aira, que como saben sus lectores es capaz ¡de cada cosa!, no respeta cronologías ni lógicas convencionales, acomoda historias como cadáveres exquisitos y las echa a volar siguiendo leyes que no son normales. En La costurera y el viento Delia, una discreta costurera de Pringles es lanzada a la Patagonia en busca de un hijo que no está perdido y la que se pierde es ella. En su viaje será sostenida y asediada por el viento, que, no se rían, hasta nombre tiene: Ventarrón. En su escena climática con Delia, a la que promete todo con tal de tenerla, y ella casi cede, pero la salva su empolvado amor al marido (quién dijera, se desempolva por acción de viento enamorado), Ventarrón queda como el aire de Lorca, celoso, despechado, furibundo. Había estado enamorado desde toda la eternidad, al menos su eternidad de viento. Ruge y se va. Pues irse es otro atributo suyo, aunque a veces duela.

Dickinson hace del polvo todopoderoso manos levantadas. Las de Ventarrón, como en Lorca, son las manos de Tántalo. En el premio está el castigo eterno. Estos días, con el cambio climático en curso, vientos, tormentas y temperaturas están cada día más presentes en las noticias, en las conversaciones y en nuestras vidas. Los llevan los nombres del espanto. Al fin el viento se está saliendo con la suya, pero no sabemos comprenderlo. Grandes empresas astutas le sacan energía a costa de costas, pueblos y montañas y no hay Quijote que venga a detenerlas. Hace falta un poeta inmóvil para expresar lo que el viento domina, y dientes de león para difundirlo a los cuatro vientos y rasgar el paisaje con la garra lívida del relámpago que desde su ático vio Dickinson allá en Nueva Inglaterra.

A Federico Campbell, maestro escritor, maestro editor.