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Vacunoia: causas y curso

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Los maravillosos efectos de la nueva inoculación, viñeta satírica de James Gillray, de las Publications of the Anti-Vaccine Society, que muestra a Edward Jenner administrando vacunas contra el virus de la viruela bovina. El temor popular era que la vacuna provocaría el crecimieto de apéndices vacunos en los pacientes. Biblioteca del Congreso, Washington, EU
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odo medicamento, desde la aspirina hasta los compuestos de la quimioterapia, pueden tener efectos secundarios perniciosos. Ninguna vacuna garantiza ciento por ciento la inmunización del paciente, y algunas de ellas, mal aplicadas, tal vez hayan acabado con algunas vidas: sea porque se excedió la dosis, porque la sustancia provocó una reacción alérgica severa, porque había caducado, porque hubo una falla criminal en la fabricación o porque el idiota que la inyectó lo hizo tan mal que causó una trombosis.

Dicho lo anterior, las vacunas (al igual que los antibióticos) han salvado una cantidad de vidas millones de veces superior que el número de accidentes como los señalados. De hecho, a esa dupla de inventos debemos, en buena medida, la explosión demográfica del siglo XX tras la dramática caída en las tasas de mortalidad infantil y adulta, y la extinción de la viruela y la contención efectiva del sarampión y otros padecimientos.

En esta perspectiva, las alarmas de la vacunoia (paranoia de las vacunas) es tan irresponsables como el sistemático sabotaje del Vaticano contra las campañas de contención del sida: desde la década antepasada los jerarcas católicos han proferido toda suerte de tonteras acerca del uso del condón: desde que el VIH es tan pequeño que puede atravesar el material poroso (¿será que Sus Eminencias usan condones de encaje?) hasta que la distribución del adminículo en África aumenta el problema, como rebuznó Ratzinger en marzo de 2009 durante una visita a Camerún (http://is.gd/DG2CE8).

Como las creencias –las del Papa emérito o las de los vacunoicos– no pueden ser desactivadas con ninguna clase de argumento racional, me abstengo de debatir el fondo del asunto y me limito a contarles, por si no lo sabían, que el pánico militante contra las vacunas no es, como podría pensarse, una cosa nueva, impulsada por Internet y el naturismo, sino que data –en Occidente, al menos– del siglo XVIII, cuando muchas personas reaccionaron con horror a los primeros ensayos controlados de inoculación preventiva con virus, como los que realizaron Zabdiel Boylston y Cotton Mather durante la epidemia de viruela que asoló Boston en 1721. Mather fue insultado por las masas y su casa fue atacada con explosivos, a pesar de que la tasa de fallecimientos entre los inoculados (3 por ciento) fue sustancialmente menor que la de los no inoculados (14 por ciento) (http://is.gd/BKChVF).

Seis décadas más tarde, cuando Inglaterra se encontraba azotada por esa enfermedad, el médico rural Edward Jenner observó que las lecheras solían enfermar de viruela bovina (http://is.gd/S4cInv) por el continuo contacto con las vacas y que, tras reponerse, quedaban inmunes a la viruela humana. Jenner tomó muestras de una pústula e inyectó el fluido en el brazo de un niño. El pequeño paciente enfermó de viruela bovina, se recuperó en 48 horas y luego el galeno le administró virus de viruela humana, y el pequeño no resultó afectado.

Desde luego, la práctica de inyectar pus de organismos enfermos (humanos o animales) en el torrente sanguíneo de individuos sanos tuvo que resultar chocante para el sentido común de las masas, pese a que tales prácticas se empleaban en Asia desde 200 años antes de nuestra era: los médicos chinos almacenaban las costras de las pústulas de infectados con variedades leves de viruela, las molían hasta convertirlas en un polvo que luego hacían aspirar por la nariz a quienes se proponían inmunizar.

Además de repugnancia, la inoculación generó una cantidad de críticas con argumentos religiosos, seudocientíficos y políticos: desde que la vacuna era anticristiana porque provenía de un animal, hasta que no servía para nada porque la viruela, se decía, no era causada por virus, sino por material en descomposición en la atmósfera (una creencia medieval). El problema es que no todo quedó en discusiones. A mediados del siglo antepasado, diversos gobiernos empezaron a realizar, con un espíritu manifiestamente totalitario, vacunaciones obligatorias. Se dijo entonces, con razón, que la práctica atentaba contra la libertad individual. Tras la promulgación de leyes de vacunación obligatoria en 1853 y 1867 surgieron dos organizaciones opositoras: la Liga Antivacunación y la Liga contra la Vacunación Obligatoria. En 1885 tuvo lugar, en Leicester, una manifestación de entre 80 mil y 100 mil personas que exigían la derogación de la vacunación obligatoria. En 1898 ésta fue modificada para incluir la figura del objetor de conciencia, que permitía obtener certificados de exención (http://is.gd/ryphN4).

Entre 1876 y 1885 surgieron en Estados Unidos tres grupos contrarios a la vacunación obligatoria que se desempeñaron principalmente en el terreno de los tribunales. En 1905 llegó hasta la Suprema Corte el caso de Henning Jacobson, un residente de Massachusetts que se negaba a vacunarse. El máximo tribunal refrendó los fallos previos, consideró constitucionales las leyes estatales para proteger la salud de la población en casos de enfermedades contagiosas y obligó al tipo a inocularse contra la viruela.

En los años 70 del siglo pasado las campañas de vacunación DTP (difteria, tétanos y tosferina) provocaron reacciones furibundas, basadas principalmente en un informe parcial que hablaba de 36 casos de problemas neurológicos entre niños vacunados en un hospital de Londres. Se ordenó un exhaustivo análisis de cada uno de los casos, y la relación entre la inoculación y las encefalopatías no pudo ser demostrada en ninguno de ellos.

Aunque la administración de vacunas ha dejado de ser estrictamente obligatoria en la mayor parte de los países, en tiempos recientes han surgido movimientos y corrientes de opinión contra las vacunas antisarampión, paperas y rubéola (MMR) y el virus del papiloma humano (gardasil). También se ha denunciado el uso del conservante timerosal, un compuesto que contiene mercurio, en la fabricación de vacunas, con el argumento de que esta sustancia favorece el desarrollo de autismo. No se ha demostrado la veracidad de tal aserto (http://is.gd/ug78M4), pero existe el consenso de que el timerosal debe reducirse o eliminarse en las vacunas como una medida de precaución (http://is.gd/YDRxAl, http://is.gd/N0YWez).

El doctor Juan Gérvas, de la Universidad de Madrid, es crítico del uso indiscriminado de vacunas (http://is.gd/gbypxX). Si quieren más información sobre la vacunoia (http://is.gd/cSEd3I) y, en particular, sobre los efectos, limitaciones y riesgos de la vacuna contra el VPH, pueden consultar rationalwiki (http://is.gd/Y5j1kH, http://is.gd/ejSMAg).

Como demostró el rebrote de sarampión registrado en Europa recientemente (http://is.gd/ztLVic), la vacunoia es mucho más peligrosa que la práctica terapéutica preventiva a la que pretende combatir (http://is.gd/455w0r, http://is.gd/2j98qn). Y, por definición y por desgracia, contra ella no hay vacuna posible.

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