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Elogio, decepción y tragedia
E

l proceso sufrido en sexenios anteriores se ha vuelto a iniciar. Los elogios –primera fase de esta que bien puede calificarse de parodia, por sus graves consecuencias para el bienestar de México– han sido ya concienzuda y pomposamente desgranados de nueva cuenta. La figura presidencial repite, una vez más, el papel de destinatario central de tales vítores y alabanzas. El basamento de la andanada puede cambiar de sustancia, pero la intensidad y la táctica empleadas para la zalamería son casi idénticas. Luego de una corta etapa introductoria (cien días, un semestre o un año), donde desfilan por el tinglado público varios personajes (locales o externos) que, con sinceridad o cinismo, no exentos de donaire y micrófonos, dan a conocer los muchos méritos encontrados, tanto en el gobierno como, en especial, en sus postulantes de primer nivel.

Siguen entonces otras líneas del libreto, éstas más delicadas por sus trascendentes efectos y duración. Tal trascendencia, ya bien se sabe por pasadas experiencias, no ha conducido a concretar las bondades prometidas. Por el contario, con mayor frecuencia a la planeada, sobrevienen inesperados contratiempos, crasos fracasos e ineficacias que son fardos que carga el pueblo. Ninguno de los responsables por los desaguisados ha sido llevado ante tribunal alguno. Siguen tan campantes y en pleno disfrute de sus retiros, prestigios, fortunas, condecoraciones y demás prestaciones ganadas en su alegado servicio a la patria.

A la estrategia de infundir confianza en la población acerca de las habilidades, los conocimientos, la entereza y honestidad de los propósitos del nuevo gobierno, le siguen otras etapas bastante más delicadas. Y lo son porque, con la frecuencia de un libreto ya muy conocido, se van escalonando sucesivas líneas complementarias, muchas de ellas no sólo decepcionantes sino que, sin exageraciones, llegan a ser trágicas para el bienestar de la población.

Se recuerda, como ejemplo, el entusiasmo desbordado que provocó en la gente aquel ramplón discurso inaugural donde López Portillo pedía perdón a los pobres. El contexto de un México aún provinciano hizo que, a pesar de la euforia social despertada, al sobrevenir drásticas variaciones inesperadas en los precios del petróleo, los incipientes arrestos justicieros naufragaran entre la crisis devaluatoria subsiguiente. La abundancia por administrar quedó sin sustento, junto con las esperanzas por un México equitativo y digno. El patrimonialismo desplegado a gran escala y las improvisaciones constantes de una administración pretenciosa desembocaron en otra de las quiebras lastimosas y duraderas. Y qué decir de las vibrantes promesas de lanzar al país hacia la modernidad para insertarlo en la globalidad con que Salinas de Gortari principió su retorcido mandato. Los pleitos, individuales y de grupo, derivados de esa, calificada como epopeya integradora al mundo, retornan, de tanto en tanto, para retocar con odios y ambiciones desbocadas el ambiente actual. O cuando un grandilocuente Vicente Fox dio sus golpes escénicos para trastocar los laicos ritos tradicionales con vacuos desplantes, impregnados de simbología familiar-religiosa, pensando que así inauguraba la era democrática pronosticada por tantos más cuantos. No en balde se había vencido al autoritario PRI (de los 70 o más años) en una elección oficialmente ensalzada y se gobernaba con y para empresarios. Una sima, notoria por los reconocimientos y halagos externos, se dio cuando, apoyándose en una plataforma propagandística intensa, se pretendió elevar, a la categoría de héroe más que nacional, a un envalentonado Felipe de Jesús Calderón H. La guerra que lanzó contra el crimen organizado, tan pronto se encaramó, sin pizca de legitimidad, en la silla presidencial, bañó de sangre, todavía sin secarse, a la nación entera.

Estas, y otras más que no se quieren ahora mencionar, han sido las intentonas que han tenido lugar, con cansina regularidad y con seguimiento parecido, para que los gobiernos puedan afianzarse en el poder. Intentonas que, después de los problemas, desórdenes y hasta horrores subsiguientes, han dado paso a grandes y pequeñas muestras del cruento desencanto provocado. Pero, sin remordimiento alguno y de reincidente manera, se recurre a métodos parecidos aunque sus personajes y vestuarios sean diversos. Lo cierto es que, mientras lo arriba descrito se ensaya de nueva cuenta, la realidad pone su dura cara. Varios nubarrones se arremolinan en el horizonte de la actualidad nacional. Ninguno de ellos presagia, desafortunadamente, buenas venturas para el México de hoy. El crecimiento (PIB) de 2013 fue decepcionante: 1.1 por ciento. Los pocos empleos anunciados se esfumaron. Los mexicanos pobres aumentaron hasta rellenar, junto con Centroamérica, casi la mitad de todos los que aporta el resto de Latinoamérica junta. La desigualdad creció como en pocas ocasiones pasadas. En este 2014, durante el primer trimestre en curso se acentúa la caída del PIB y las debilidades de la economía estadunidense para el año completo, ya reconocida por analistas varios, dibuja una locomotora lenta e incapaz de jalar a las exportaciones mexicanas. El mercado interno no se reanima ni se tienen las estrategias para ello. La inversión es un impedimento ya bien arraigado y, bien se sabe, sin ella no hay progreso. La inseguridad, dejada en un rincón, temporal sin duda, sigue acumulando datos de su profundización en extorsiones, secuestros y robos armados. El crimen organizado sigue su ruta a pesar de las autodefensas. Las mismas reformas legislativas, tan celebradas, flaquean y sus concreciones (leyes secundarias) están sitiadas por los manoseos de sendos intereses creados. Aun así, las élites nacionales siguen injertadas de optimismo y regocijos varios.