Opinión
Ver día anteriorLunes 10 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La guerra más hipócrita
C

uando estos años de magnas violencia y corrupción sean pasado y bien enterrado, nuestros descendientes se contarán aventuras de policias y ladrones y se reirán de lo tonto que fue todo aquello (esto), y será la moda vintage. Novelas, series televisivas, video experiencias, o lo que para entonces se haya inventado, tratarán los episodios sinaloenses, michoacanos o tamaulipecos como hace medio siglo alimentaban la imaginación del público con historias de la prohibición en Norteamérica en los veintes y los treintas, embrujados por el síndrome de Chicago y la palabra gángster. Nuestro padres y abuelos ya pudieron ver Los intocables combatir la producción, tráfico y consumo de whisky a sangre y fuego en nombre de la ley y la decencia, y brindar por Elliot Ness con un jaibol o una cuba libre en una mano, y en la otra un Raleigh o un Salem mentolado, pues fumar tabaco aún no era pecado mortal.

Hoy contamos con decenas de miles de cadáveres todavía calientes, las cárceles rebosan pandilleros y mafiosos, los gobiernos fueron rebasados por los distribuidores de enervantes ilegales. ¿Ilegales por qué? Las razones, aún las escritas en la ley, son poco convincentes. En todo caso, quienes las aplican, con sueldos a cargo del erario, no lucen convencidos en absoluto de querer erradicar las drogas, pues políticos, jueces, policías y vociferantes mediáticos las emplean en privado, no pocas veces en exceso irresponsable, impunes para sus propias leyes prohibicionistas.

La audiencia futura comprenderá que todo fue un cotorreo para poner presión a la oferta y la demanda en el jugoso mercado de los estupefacientes. Y lo hará estupefacta, consumiendo las mismas sustancias cuyo trasiego tiene hoy a México en vilo. Ya bastante ridiculizan la prohibición de la mariguana series como Weeds y Breaking Bad, o películas como Savages (Oliver Stone, 2012) que, como El consejero (Ridley Scott, 2013), nos dejan a los mexicanos como sicópatas o idiotas, empeñados en una carnicería por mercar a la mala lo que al norte de la frontera son papas fritas. Acá nos tenemos que chutar fosas de masacres, persecuciones en las cañerías, tomas de pueblos y ciudades, redadas masivas, sitios militares, espionaje. Como si no bastaran las juventudes destruidas por malas sustancias y el vacío intelectual y emotivo que propicia el régimen global: sistemas financieros podridos de raíz; puertos, aeropuertos y aduanas convertidos en pasadizo aceitados, unos fuera y otros dentro de la ley; separos, tribunales y prisiones donde poderoso caballero es don Dinero (o doña Pistola, o llegado el caso don Picahielo). El fermento de cinismo hace prescindibles las vidas humanas, y putas en el imaginario vulgar a todas las mujeres víctimas sistemáticas del pudridero, igual que tanto niño y niña.

Pistola con música ocasional (1994), la primera novela distópica de Jonathan Lethem, nos presenta un futuro norte de California muy parecido al actual, donde los animales son productos genéticamente modificados con cierta inteligencia artificial. Un detective a la Raymond Chandler emprende una investigación sin esperanzas en ese futuro de Philip K. Dick donde todos están pasadísimos en alguna droga de las muchas que distribuye el Estado para tener a la población contenta, fantasía pacheca que se remonta a Aldous Huxley, Ray Bradbury y William Burroughs. Pero a la novela de Lethem ya le pasaron la sicodelia, la guerra colombiana y Trainspoting, y pinta un mundo de gente muy parecida a nosotros: hipnotizada.

La ignorancia supina por maliciosa o prejuiciada de las autoridades sanitarias (todavía hay secretarios de salud como el de la ciudad de México que creen que la mariguana es adictiva y que fatalmente conduce a drogas peores: ¡salud con tequilita y pericazo!) abona las coartadas del poder para ir administrando la cosa de manera rentable, Chapos más o menos, en lo que dura el cuento de hadas y demonios que les funciona al tiro a los piratas banqueros, los gambusinos de las mineras globales, los gesticuladores de los tres poderes y los traficantes propiamente dichos, que dejan a Dillinger y Al Capone a nivel de kindergarden.

Ya se entretendrán nuestros herederos con historias del actual nuevo viejo oeste mexicano-estadunidense, fumándose sus churros, metiéndose polvos y líquidos parenterales, píldoras y papelitos, estupefactos ante nuestro afán tan premoderno por jugar al gato y el ratón con los pliegues de la conciencia, cuando el negocio de los inversionistas y las policías planetarias consiste en controlar el precio de las puertas de la percepción.

De cosas así se nutre la historia de las mentalidades. Ahora consideramos absurdos a la Inquisición española, el esclavismo y la prohibición del alcohol. Algún día se les sumará la ridiculez de nuestro combate a las drogas, en un tiempo (hoy) en que el mundo perdía las nociones de libertad e intimidad a cambio de golosinas ignominiosas (y no me refiero sólo a sustancias).