Opinión
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Veinte años de descrédito
E

l asesinato del entonces candidato presidencial priísta Luis Donaldo Colosio, perpetrado hace dos décadas en el rumbo tijuanense de Lomas Taurinas, marcó el momento culminante en el proceso de demolición de la credibilidad oficial que había comenzado casi seis años antes, cuando Carlos Salinas de Gortari llegó a la Presidencia, como resultado de un proceso electoral que, en la memoria colectiva, se saldó con una adulteración de la voluntad popular.

Antes de ese sexenio trágico, el discurso oficial conservaba puntos de sustentación en la opinión pública, y si bien distaba de gozar de crédito unánime, constituía un punto de referencia fundamental para la comprensión del país y sus problemas. Pero en la elección del 6 de julio de 1988 al gobierno le fue imposible escamotear de la mirada social los numerosos indicios de un fraude, éstos chocaban frontalmente con el triunfo claro, contundente e inobjetable del candidato oficial –esa frase empleó el entonces presidente del PRI, Jorge de la Vega Domínguez– y tal discordancia marcó, por primera vez, una ruptura abierta entre las versiones del poder político –asumidas como propias por los medios que le eran afines y por un selecto grupo de opinólogos– y el sentir de la mayor parte de la sociedad.

Con el recurso de clientelismos masivos y promesas de conversión nacional al primer mundo, y en el marco de una represión embozada que cobró cientos de vidas de opositores, Salinas logró, mal que bien, reconstruir parcialmente la credibilidad gubernamental, lo que le dio margen suficiente para gobernar durante un lustro. Pero el primer día del último año de su sexenio la mentira oficial quedó bruscamente al descubierto por la acción de los indígenas insurrectos de Chiapas, quienes recordaron al país y al mundo que en extensas zonas de ese México moderno e integrado a la globalidad imperaban circunstancias de opresión, miseria y marginación más características de la Colonia que de una nación de finales del siglo XX.

La puntilla fue el crimen de Lomas Taurinas. La verdad oficial fue y sigue siendo que Colosio fue ultimado por un asesino solitario, pero los indicios de distancia o ruptura entre el candidato y el presidente en turno, así como el extremado desaseo de las primeras investigaciones, fraguaron en la sociedad la certeza de que aquella muerte violenta había sido resultado de una conjura fraguada en los más altos círculos del poder político y que la investigación posterior no tenía como propósito descubrir las razones del asesinato, sino encubrir y dar impunidad a los supuestos responsables. Si alguna verosimilitud hubiera podido tener la tesis del asesino solitario, el propio Salinas se encargó de demolerla al afirmar que el crimen había sido fraguado por una “nomenklatura priísta” a cuyos hipotéticos integrantes nunca identificó. De entonces a la fecha, esa convicción social ha variado tan poco como la conclusión de las instituciones.

Ante la incapacidad de explicar en forma convincente el homicidio mismo, además del cúmulo de irregularidades y contradicciones en que incurrieron las autoridades encargadas de esclarecerlo, la población no compartió la verdad jurídica resultante y el resultado es que las razones y los autores del homicidio de Colosio permanecen, hasta la fecha, en la incertidumbre.

Desde entonces, las cúpulas institucionales del país no han logrado reconstruir su credibilidad debido a la falta de concordancia entre los discursos y las acciones. Recuérdese, por ejemplo, cómo Ernesto Zedillo faltó a su palabra tras la firma de los acuerdos de San Andrés Larráinzar con el EZLN, o cómo Felipe Calderón prometió construir una refinería de la que nunca se puso la primera piedra. Un caso extremo es el de Vicente Fox, quien, aunque consiguió iniciar su gobierno con incuestionable legitimidad democrática, no pudo hacer que su discurso coincidera con la realidad. Ese divorcio fue bautizada por el ingenio popular como Foxilandia.

Es oportuno recordar ahora que el asesinato de Colosio marcó un hito fundamental y trágico no sólo en la consolidación del actual grupo gobernante, sino también en la entronización del escepticismo generalizado. El dato es relevante porque el déficit de credibilidad de las autoridades constituye un severo obstáculo para el desarrollo político y social del país y, desde luego, una anomalía y una disfunción grave en cualquier Estado que se pretenda democrático.