Opinión
Ver día anteriorLunes 24 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Nosotros ya no somos los mismos

Amistad y cariño de más de medio siglo con el maestro Luis Villoro

La toma de rectoría en 1961

¿Y qué se les ha ocurrido para salir de este embrollo?

N

o sin asombro, descubro que muchas de mis relaciones más cálidas, afectivas y llenas de admiración y respeto, se iniciaron con un fuerte desencuentro, con una desavenencia que, si bien no llegó a la violencia sí produjo una serie de acres comentarios que dieron origen a rasguños de consideración. Así sucede cuando se ejerce, en el debate, lo que los quaterbacks de la NFL llamamos rudeza innecesaria. Esto viene a cuento porque mi amistad y cariño de más de medio siglo con el maestro Luis Villoro tuvo tales inicios.

Recuerdo (presunción no sujeta a comprobación) haber cronicado que en 1961, ante la elección del doctor Ignacio Chávez como rector de la UNAM, un sector estudiantil, no muy numeroso pero sí muy aguerrido, tomamos la Torre de Rectoría, pues considerábamos esa designación como la imposición de un grupo de notables que no podía decidir por miles de estudiantes y maestros y cientos de trabajadores. La Junta de Gobierno consta de 15 miembros electos por el Consejo Universitario, órgano colegiado integrado por los directores de escuelas, facultades, institutos y dos más del personal docente de cada una de esas instancias. Por cada una de ellas también dos estudiantes, que deberían ser de los últimos años y también de alto promedio. Los trabajadores contaban únicamente con dos representantes por toda la universidad. La asimetría era evidente. Nosotros ni conocíamos a Ignacio Chávez, aunque lo precedía una bien ganada fama de inflexible, intransigente, autoritario. Con todo, nuestra protesta no era contra una persona, era una exigencia de reconocimiento de que también los jóvenes éramos (no íbamos a ser) la comunidad universitaria.

Los representantes de las autoridades salientes (Henrique González Casanova y Horacio Labastida) provocaron nuestro primer encuentro con el embajador del nuevo rector.

Yo soy dado a peliculizar la vida: me debato entre flash forwards y flash backs. Salto, con cortes directos que pueden representar sexenios, o alargo secuencias minúsculas por medio de lentísimas disolvencias. Refuerzo mi débil memoria con escenas que son un auténtico déjà vu: Ejemplo: cuando vi acercarse al ­representante del rector Chávez, pensé de inmediato en el entrañable defensor de la igualdad y la justicia en los años duros del deep south, Atticus Finch, el digno y valiente abogado protagonista de Matar un ruiseñor, defensor imbatible por la igualdad y los derechos de los negros de entonces (ahora, afroestadunidenses que se convierten en presidentes), pero también en el violentísimo Lewton McCanles, el terrible Caín de Duelo al Sol o séase, en ambos casos, el larguirucho, Gregory Peck. Llegó hasta nosotros, saludó a los maestros muy afectuosamente y a los estudiantes nos dijo: Quiubo, soy Luis Villoro. (Yo lo conozco, estoy seguro, pensé: ¿Con cuál de los dos Gregory me estoy topando?) No dio tiempo a presentación formal alguna y de inmediato interrogó: ¿Y qué se les ha ocurrido para salir de este embrollo? Atajé: ¿Entonces no se ha dignado a leer nuestro manifiesto? Por supuesto, por eso hablo del embrollo. Y de corridito siguió: ¿Les parece que de entrada pongamos sobre la mesa los testimonios que demuestren la representación que ostentamos y la dimensión de los compromisos que estamos autorizados a contraer? Por ejemplo, si llegamos a un acuerdo, ¿ustedes se obligarían a la entrega total y pronta de las instalaciones que detentan? Detentan, dijo muy suavecitamente. En ese entonces ni siquiera entendimos el golpe. Detentar es ocupar cargo o poder de manera ilegítima. Retener uno sin derecho lo que no le pertenece. (Mi flash forward: ¿se referiría al gobierno mexicano 2006-2012?) Por otra parte, el golpe rotundo, asestado como quien no quiere la cosa quedaba claro: Villoro sabía la correlación de fuerzas existente entre los grupos ocupantes de rectoría. Nuestra fracción de la Federación Estudiantil Universitaria era muy superior a la otra en múltiples aspectos: además de leer y organizar seminarios sobre cualquier tópico, elaborábamos manifiestos a la menor provocación. En cada uno empezábamos desde los fenicios, por eso nunca conocí a nadie capaz de leerlos completos. Aun nosotros, nos concretábamos a la parte que cada uno había escrito y dormíamos. Pero teníamos poder de convocatoria y en las prepas encontrábamos toda la audiencia y apoyo que los alumnos de los últimos años de carrera nos negaban. Sabíamos volantear, botear, grafitear y hacer mítines relámpago. Pese a eso no estábamos parejos: los contrarios contaban con un sólo hombre, pero clave: Humberto Romero, secretario particular del presidente, que en ese sexenio se había propuesto ser rector/procurador. Este pequeño detalle les significaba el apoyo de los equipos de lucha olímpica y futbol americano, o séase, argumentos de innegable contundencia. Villoro lo sabía, pe­ro quería que supiéramos que lo sabía.

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Luis Villoro participó en el cuarto Coloquio Nacional de Historia de la Filosofía, el 30 de octubre de 2002, en la unidad Iztapalapa de la Universidad Autónoma MetropolitanaFoto José Antonio López

Cuando iba a contestar que Juan Saldaña era el consejero técnico de Derecho y yo miembro del Consejo Universitario, Villoro cambió totalmente el tono y el rumbo, y dijo: O empecemos por las cuestiones fundamentales en las que estoy seguro que coincidimos, luego tratamos las que nos tienen en el embrollo (y dale con la palabrita). Más tarde aprendí que a este método se le llama encorchetar y es de uso frecuente en las discusiones difíciles y complicadas. ¿Ustedes están de acuerdo en que nuestra casa tenga carácter nacional, laico, gratuito; que goce de autonomía, se autogobierne y que en ella la libertad de cátedra sea principio inalterable? ¿Que la enseñanza, la investigación, la divulgación de la cultura sean sus objetivos, sus razones? Mi­re, maestro, intervino el gor­do Saldaña, quien era el único que conocía a Villoro porque había trabajado con el historiador Arturo Arnaiz y Freg y en el momento lo hacía con el filósofo Leopoldo Zea: “¡Claro que es nacional y debe serlo! Aquí el Bucho es de Tamaulipas; Paco, de Chihuahua; Moisés, de Hidalgo; García Azcoytia, de Oaxaca. El único chilango soy yo. Por supuesto que laica. Los más convencidos de esto somos los egresados de las escuelas confesionales. Y no se diga pública y gratuita. Si no fuera así, ninguno de nosotros estaríamos aquí. Sin autonomía, la universidad sería una agencia gubernamental. Claro que autónoma de todo gobierno, sea del color que sea, pero solidaria con el Estado mexicano, en defensa de la nación. Nosotros queremos reivindicar el espíritu fundacional de Justo Sierra y suscribir el grafiti del maestro Siqueiros: ‘La universidad al pueblo; el pueblo a la universidad’”. (Ustedes perdonarán, pero en aquellos entonces y ahorita, un poquito de retórica y hasta de buena ‘dema’ nunca sobra ni hace daño a nadie.)

Con un gesto de plena satisfacción y un golpe en la voluminosa rodilla de Saldaña, Villoro finiquitó el primer round: “Sabía que en lo fundamental estamos del mismo lado –dijo– busquemos ya un acuerdo en lo que sigue y salgamos de este embrollo (¿sería también esta reiteración una estrategia filosófica?). Ustedes no están de acuerdo en los términos de la Ley Orgánica vigente. No discutamos ahorita sus razones, no tiene caso pero, suponiendo sin conceder que éstas sean absolutamente válidas, ¿por qué las invalidan con un procedimiento no sólo incorrecto, sino fracasado desde el inicio? ¿En verdad piensan que por ocupar unos días la torre, el Congreso va a derogar la Ley Orgánica?” (nótese el unos días). “Recuerden que sólo el Poder Legislativo puede decir ‘hágase la ley’, abrogar o derogar una existente, y que la Constitución también señala quiénes están facultados para presentar ante las cámaras una iniciativa de ley. Pero esto no es para desanimarlos, porque si investigan sobre los orígenes de la Ley Orgánica de 1944, se darán cuenta que fue la comunidad universitaria, unida, responsable y lúcida la que engendró un proyecto de normatividad que el presidente de la República asumió como propio y convirtió en una iniciativa formal de acuerdo con el artículo 71 constitucional”. El relato del maestro Villoro, ya encarrerado, lo cronicaré el próximo lunes, pero si les urge, pueden conocer sobre este hecho extraordinario dentro del proceso de construcción de la estructura jurídica nacional, si consultan el estudio, Génesis de la ley orgánica de la UNAM, Centro de Documentación Legislativa, 1980, del doctor Manuel González Oropeza, quien, pese a ser magistrado del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, es un serio y prestigiado investigador de la ciencia jurídica. Estoy pensando en pedir su asesoría, pero ya sé que su plática me representa un kilo de arracheras de Saltillo para él solito.

Twitter: @ortiztejeda