Opinión
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¿Vuelve la guerra fría?
C

uando cayó el Muro de Berlín, en noviembre de 1989, muchos festejaron el fin del orden bipolar de la segunda posguerra mundial del siglo XX. El colapso de la Unión Soviética dos años después pareció confirmar la impresión de que surgía la posibilidad de construir un orden internacional estable, más igualitario que el desaparecido, y también más armónico, porque el fin del bloque socialista había acarreado la universalización de la democracia liberal. Pensaban, quienes así pensaban, que si todos los países tenían la misma forma de gobierno, no habría mayor conflicto entre ellos.

La crisis que ha provocado la decisión del gobierno ruso de anexarse Crimea ilustra la banalidad de ese presupuesto, porque parece una provocación de Rusia a las potencias occidentales, para quienes Ucrania es un país soberano en el que una proporción importante de la población se ha manifestado por el ingreso a la Unión Europea. A ojos de ésta, la intervención rusa es una agresión que debe ser frenada y sancionada. No obstante, para entender las acciones rusas habría que tomar en cuenta los intereses estratégicos que la motivan, pues, a su vez, Rusia se siente amenazada por los avances del mundo occidental en su antigua esfera de influencia. Lo que es indiscutible es que el antagonismo histórico entre Rusia y los europeos y Estados Unidos ha renacido.

Para muchos, los acontecimientos de la última semana indican que estamos al borde de una segunda guerra fría. De ser así, me atrevo a prever que será mucho más peligrosa que la anterior, porque así lo dicta la dispersión que caracteriza hoy en día al poder internacional, así como la ausencia de un liderazgo claro. El presidente Obama, de quien se esperaría que asumiera esa responsabilidad, se ha mostrado tímido y dubitativo, para exasperación del ala radical del Partido Republicano. China, la gran potencia en ascenso, no habrá de involucrarse en estos conflictos; los europeos callan o se contradicen, entre otras razones porque no quieren poner en riesgo su aprovisionamiento de gas ruso. De manera que hasta ahora las reacciones han sido sobre todo de carácter declarativo. Antes de enjuiciar a los líderes de los países occidentales, habría que preguntarse si tienen recursos suficientes para presionar al gobierno de Vladimir Putin, porque todo sugiere que no los tienen. De manera que es muy probable que Crimea será rusa, como lo había sido durante siglos.

La historia de los últimos 30 años es un irrefutable desmentido del optimismo –y triunfalismo– democrático. En apariencia, la guerra fría se terminó porque la Unión Soviética, uno de sus principales protagonistas, se vino abajo; sin embargo, ahora vemos que en lugar de que el conflicto soviético-estadunidense se extinguiera definitivamente, en realidad pasó a un estado de latencia. La crisis de Crimea ha dejado al descubierto la fragilidad de la estabilidad internacional. Nada de esto debería sorprendernos. Las últimas décadas del siglo pasado estuvieron marcadas por sangrientos conflictos internos, sobre todo en países africanos; por las trágicas guerras balcánicas, y por el ánimo guerrero con que Estados Unidos emprendió su ofensiva antiterrorista. Es decir, al cabo de un breve periodo de relativa calma en los años 90, dominado por la hegemonía estadunidense, el orden internacional no ha sido tal. El mundo parece encontrarse más bien en una situación de fluidez en que las potencias grandes y medias no han encontrado un acomodo definitivo, como si estuvieran suspendidas en el vacío. La Unión Europea no acaba de encontrar una voz en política internacional; por separado, Francia parece atada de manos por la difícil coyuntura interna que atraviesa; a Gran Bretaña la limitan sus lealtades divididas (o sus intereses encontrados) y Alemania no acaba de asumir el liderazgo político que se deriva de su posición económica, la más sólida de Europa. El ascenso de China añade complejidad a los ya de por sí frágiles equilibrios internacionales.

El regreso a la guerra fría no es impensable. Podemos imaginar, incluso, la reaparición de países divididos por una filiación política distinta: Ucrania occidental y Ucrania del este. Una separación de esta naturaleza estaría desprovista de la carga ideológica característica del mundo bipolar, y la rivalidad entre las potencias habría encontrado un cauce para conjurar un conflicto más amplio. Es posible hasta que con ese reordenamiento el sistema internacional recupere la estabilidad perdida.