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La gran desconfianza mexicana
A

yer Alonso Urrutia daba cuenta en estas páginas de los resultados contenidos en el Informe país sobre ciudadanía y democracia en México, elaborado y presentado por el IFE en las horas nocturnas de su existencia, poco antes de renacer en el nuevo organismo nacional, el INE. Los datos dados a conocer dan cuenta de las grandes debilidades de la democracia mexicana, cuya normalidad aún se ve debilitada, más que por la insuficiencia de las instituciones electorales, por la desconfianza básica, esencial, que es característica de la vida social mexicana, por la separación subjetiva de la ciudadanía respecto de las autoridades que la gobiernan y de los políticos que dicen representarla.

Tal ausencia de confianza se expresa de modo categórico en la escasa valoración de las leyes y la actuación del sistema de justicia, pues la gran mayoría, el 66 por ciento de los encuestados, considera que las normas se respetan poco o nada: 37 por ciento estima que poco y 29 por ciento, nada. Es muy importante precisar que un número muy alto de los ciudadanos, el 63 por ciento de los que presentaron alguna denuncia ante la autoridad competente, que siguieron los pasos marcados por la ley, consideran que esta acción no les sirvió para conseguir justicia, lo que viene a sustentar en hechos puntuales la notoriamente escasa desconfianza en el tan proclamado estado de derecho. Más aún, según la Encuesta Nacional Sobre la Calidad de la Ciudadanía IFE 2013, inédita hasta ahora, cita Urrutia, el 70 por ciento de las personas consultadas considera que no es posible confiar en los demás, asunto que por supuesto traspasa las elucubraciones de los expertos que se empeñan en afincar la democracia en la mera reforma de las leyes sin bajarse a tomar en cuenta la situación real de los sujetos, sin preguntarse en serio y a fondo si es posible asegurar el funcionamiento democrático de la política si ésta se monta sobre el volcán de las necesidades más apremiantes. Siguiendo con el informe, Urrutia da cuenta de que más de 70 por ciento de los consultados estima que hay discriminación por cuestiones de clase social, color de piel o pertenecer a una etnia.

Decía Claudio Lomnitz en su artículo de ayer que la sociedad mexicana vive en una profunda depresión a la espera de un milagro que la salve. “La sociedad mexicana está inmersa en una depresión colectiva –no ve asideros de dónde agarrarse para salir de ella–, esto se debe a que la sociedad no tiene todos los mecanismos con qué salir a la mano, no tiene todos los instrumentos necesarios para salir por sí sola”, señala el autor. No es casual, por supuesto, el avance de la religiosidad, que espera todo de un milagro. ¿Cómo hallar el buen camino en una sociedad marcada por la violencia criminal y la pobreza extrema?

Los tecnócratas se asombran de la facilidad con que el gobierno ha logrado pasar (en primera instancia, cabe decir) leyes complejas que ni siquiera se discutieron antes de mandarlas al Legislativo, pero no acaban de comprender que los verdaderos cambios requieren de la participación ciudadana y no sólo de la formación de mayorías instrumentales integradas por individuos que no confían en nadie. Ese en un rasgo de la crisis de la sociedad, más allá de si circunstancialmente los hombres del poder consiguen imponer sus artificiosas visiones de la democracia sin participación ciudadana. Es lamentable, pero en ese recodo de la historia nos hallamos aquí y ahora.

La ilusión de un México solidario y cooperativo o incluso comunitario es difícil de sostener ante las innumerables pruebas de cuánto y cómo la crisis de la enseñanza, el individualismo rampante y, en general, la victoria de las ideas hegemónicas transmitidas desde la cúspide de los grandes poderes, ha contribuido a que el funcionamiento del sistema replique los impulsos apolíticos o no democráticos en lugar de fortalecerlos. A pesar del ruido mediático de la política, ésta no se vincula a un proyecto de convivencia capaz de ofrecer al conjunto de la ciudadanía razones para dejar de lado las visiones de estricta sobrevivencia que se han hecho pasar como apuestas por la modernidad y el futuro. A final de cuentas, la glorificación de la competencia sobre todo planteamiento racional lleva por vías tortuosas pero no ajenas a los valores dominantes a justificar a la delincuencia como empresa, sea como imitación del poder, sea como ejercicio de las máximas que rigen y justifican al capitalismo desde sus comienzos. Frente a la notoria desintegración de la cohesión social, la apuesta del reformismo oficial no busca crear nuevas instituciones democráticas ni distribuir de un modo menos obsceno las riquezas nacionales, sino ajustar la existencia formal, constitucional, de los intereses más fuertes a sus pretensiones objetivas.

Se aprovechan, desde luego, de la despolitización que los partidos no han querido (ni sabrían cómo) demeritar y también de las enormes dificultades que aún se oponen a la expresión de intereses populares mediante la participación organizada de cuantos ciudadanos se lo propongan. El informe citado reconoce que sólo 11 por ciento ha participado en las actividades de los partidos políticos, mientras que sólo 6 por ciento se ha manifestado en la calle. Es un hecho que la distorsión de la ley ha propiciado que los sindicatos no ejerzan la función para la cual fueron creados y la política laboral, ratificada una y otra vez por todos los gobiernos, sólo ratifica la mentira de que México es, en ciertos aspectos, un Estado social. No puede sorprenderos que el informe revele la pantanosa situación de la democracia mexicana si a la desconfianza hacia las policías y el aparato de justicia se deben añadir las ficciones laborales que perpetúan la desigualdad y, lo peor, el gran engaño acerca de qué país somos.