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Tráfico de órganos: verdades y leyendas / I

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l narcotráfico existe: hay narcos confesos, laboratorios desmantelados, drogas confiscadas por kilos y por toneladas, ejecuciones cruentas, guerras entre cárteles y mandatarios estúpidos y/o criminales que, al declarar guerras contra las drogas, involucran a sus países en carnicerías sin término. Existe el tráfico de personas con propósitos de explotación sexual: cuando hay voluntad política es posible exhibir los locales en que se practica, capturar a los traficantes y llevarlos ante las autoridades judiciales, y se cuenta, además, con miles de testimonios confiables de víctimas de esos delitos. También existen el robo y el tráfico de menores, del cual han salido a la luz múltiples casos documentados y probados con pelos y señales, desde las monjas franquistas de los años 50 hasta las modernas redes de adopción, pasando por los militares sudamericanos que se distribuyeron a miles de huérfanos, como si fueran cachorros de perro, después de asesinar a sus padres. Y existe, por supuesto, el tráfico de órganos. Les cuento una historia real:

A ella la vi sólo un par de veces, pero conocí a su marido e incluso hicimos cierta amistad; la suficiente como para que él sintiera confianza y me lo contara: ella tenía los riñones hechos puré y requería de diálisis constantes. Esa rutina ingrata puede resultar tolerable para una persona de edad avanzada, pero la esposa de mi amigo apenas estaba llegando a la treintena; sus actividades profesionales y sociales se veían gravemente alteradas y la vida llegó a parecerle insoportable. Él, hombre solidario, se empleó en una tarea a destajo que aborrecía pero por la que le pagaban mucho dinero; trabajó como burro y en cosa de un año había juntado la plata suficiente para comprarle a su mujer un riñón de segunda mano. Establecieron contacto con una mafia que les ubicó un donante sano y compatible en Perú; tomaron un avión a Lima y un mes después ambos estaban de vuelta: ella con una costura nueva y funciones renales aceptables, y él con 9 mil dólares menos, entre el costo del órgano, los gastos médicos, la comisión de los intermediarios y los gastos de viaje. Una hermosa historia para la pareja y para los mafiosos que cobraron 50 por ciento del valor adjudicado al riñón, que era de 3 mil dólares; probablemente resultó menos hermosa para la persona que vendió un pedazo de su organismo, se sometió a la extracción correspondiente y recibió a cambio menos de 20 mil pesos mexicanos al cambio actual. Pero esto que les platico ocurrió hace más de 15 años, y seguramente los precios se han incrementado de entonces a la fecha.

Lo que no ha cambiado, al parecer, es la modalidad básica del tráfico de órganos. En tanto siga habiendo en el planeta personas con las necesidades básicas irresueltas, las mafias dedicadas al comercio de órganos seguirán encontrando vendedores dispuestos a deshacerse de un pedazo de sí mismos para sacar lo que necesitan para mantener vivo al resto durante unas semanas más. Los compradores, por su parte, seguirán ofreciendo sumas grandes, medianas y pequeñas con tal de hacerse de una pieza de recambio para la menudencia que les falla. En 2008 las autoridades jordanas informaron que 35 de 120 personas habían muerto en los tres años anteriores tras haber vendido un riñón a mafias de traficantes. En todos los casos, los fallecidos procedían de los campos de refugiados palestinos, habían accedido a entregar sus órganos fuera de Jordania y, una vez de regreso, habían sufrido complicaciones fatales.

Fuera de esos intercambios ciertamente terribles, desde los años 80 del siglo pasado circula con énfasis variable la historia de que hay organizaciones delictivas que se dedican a secuestrar personas –menores o mendigos, de preferencia– para extraerles órganos que, a su vez, serán vendidos a sujetos con recursos y dispuestos a pagar por un repuesto para su organismo. La víctima es engañada, drogada y, tras un periodo de inconciencia, despierta con una sutura quirúrgica y un órgano de menos. En algunas versiones descubre que le han sido extirpados los globos oculares. En otras variantes, niños o grupos escolares enteros desaparecen para siempre y se da por hecho que su ausencia es causada por una red criminal dedicada a desguazar personas para rematar sus pedazos al mejor postor.

Sin embargo, no se ha llevado nunca a los tribunales a un médico acusado de implantar vísceras robadas, no ha sido posible conocer alguna clínica clandestina en la que tengan lugar prácticas tales ni se ha pillado con las manos en la masa a algún sujeto que transporte un par de pulmones, un hígado o un páncreas en un contenedor adecuado.

Pero vayamos al principio. El esquema de estas narraciones es muy anterior a la era de los trasplantes de órganos: hunde sus raíces en el llamado libelo de sangre, una calumnia cristiana muy extendida en la Europa del medioevo, según la cual los judíos robaban niños porque su sangre les era indispensable para curarse las lesiones de la circuncisión o bien para sacrificarlos en ceremonias religiosas. En diversos pueblos de Inglaterra y España se sigue rindiendo culto a menores supuestamente asesinados por los malvados hebreos. Lo que no se cuenta es que, en muchos casos, cuando algún infante moría asesinado, se echaba la culpa en automático a las comunidades judías de la zona y se procedía a la realización de violentos pogromos que dejaban decenas o centenares de víctimas. Otra difamación histórica de robo de niños ha perseguido, desde siempre y hasta la fecha, a los gitanos. Otras variantes: los comunistas de Moscú, que se comían a los menores, y los gobiernos de Venezuela y Cuba que, sin usarlos para fines alimenticios, los arrancaban del seno familiar para entregarlos a establecimientos en los que eran sometidos a un lavado de cerebro.

En los relatos populares españoles desde el medioevo hasta el XIX aparecen las figuras de El hombre del saco y El Sacamantecas (o Cortasebos, en Extremadura), personajes que robaban niños, les extraían la grasa del cuerpo (después de asesinarlos, cabe suponer) y fabricaban con ella un ungüento para curar la tuberculosis. En realidad, tales engendros tenían una misión menos sórdida: asustar a los niños para que se abstuvieran de hacer travesuras y se durmieran temprano. Algunos asesinos seriales de la vida real, como Manuel Blanco Romasanta (1809-1863) y Juan Díaz de Garayo (1821-1881), recibieron el apodo de Sacamantecas. Pío Baroja se ocupó del segundo en su novela La familia de Errotabo.

En la narrativa tradicional peruana destaca una figura similar: el pishtaco o nakaq, un malhechor solitario que asalta a mujeres y hombres por igual, les corta el pescuezo, hace chicharrón con su carne y vende la manteca que extrae del cadáver, ya sea para elaborar compuestos medicinales o cosméticos y, a últimas fechas, para producir lubricantes de maquinaria de alta tecnología o combustible de naves espaciales. En algunas versiones el pishtaco es un enviado del Vaticano; en otras, un agente del gobierno; en alguna más, un gringo muy versado en las artes del degüello. Lo cierto es que los patrones del asesino son entidades poderosas y por eso la gente no se atreve a denunciarlo. Diversos narradores peruanos, desde don Ricardo Palma hasta Vargas Llosa, han retomado la leyenda.

Y ahora, si les parece, me paso a retirar y el jueves próximo seguimos con el tema.

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