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Marguerite: intensidad y dolor de una vida
 
Periódico La Jornada
Viernes 4 de abril de 2014, p. 4

La autora mexicana Sofía G. Buzali escribió la novela Marguerite: intensidad y dolor de una vida, a partir de su admiración por la escritora cuyo centenario se cumplió ayer; además de citas de las novelas y diarios de Duras, sigue también la célebre biografía de la narradora francesa escrita por Laure Adler.

La historia comienza en un hospital parisino donde Marguerite Duras ha sido internada de emergencia para someterse a una desintoxicación alcohólica. En la habitación, la escritora se enfrenta a una fatal realidad: como no puede beber, llora. Así, desempolva sus recuerdos ante Yann, su joven amante, quien ha cuidado de ella durante los últimos años.

Con autorización de Penguin Random House, que edita este libro con su sello Lumen y que será presentado el 9 de abril, publicamos el capítulo IX, a manera de adelanto

IX

Célula 722. 722. Yann la escucha balbucear dormida. Le toca el hombro para tranquilizarla; ella se sobresalta. ¿Qué pasa?, pregunta. Le dice que estaba soñando. Tal vez una pesadilla. ¿Qué dije? 722. Pensativa, se cuestiona la razón por la que mencionó el 722. No entiende. Pide un vaso de agua. Yann se lo da; bebe. Cómo me gustaría que fuera vino. Pero c’est fini. Jamais. Plus jamais. ¿Qué significa ese número? Después de unos minutos se levanta, va al baño. Sale, se detiene en la ventana. Respira hondo. Recuerda.

La 722 de París era el número de la célula del Partido Comunista Francés al que pertenecía. Después de la liberación, teníamos sed de un futuro pacífico; estaba convencida de que la clase obrera era el porvenir de la humanidad. Ingresé a las filas sola, sin decírselo a nadie. Ni siquiera a Dionys. Luchaba por un mundo nuevo; reinarían la justicia y la igualdad. Participé activamente, me dediqué como nadie. Todos los domingos salía a vender el periódico, L’Humanité, incluso los días de mal tiempo. ¿Sabe usted cuántos ejemplares repartía por semana? Cuarenta y cinco. Anotaba concienzudamente el número vendido en una libreta color marrón; lo recuerdo muy bien. También asistía a las reuniones que se llevaban a cabo en las catacumbas de París. Durante la guerra sirvieron de refugio tanto a la Resistencia como a los nazis. Son como búnkeres, hay letrinas y puertas blindadas.

Nada me detenía, ni el tiempo ni la energía. Jamás permití que ninguno del grupo pusiera en tela de juicio mi filiación. Mi entrega fue total, como cuando abandoné mis estudios para trabajar día y noche en el Ejército de Salvación.

En ese entonces convencí a madame Fossé. ¡Dios mío! Aquellas épocas. ¿Quién era madame Fossé, Yann? La portera de Rue Saint-Benoit. Todos los días del año, a la misma hora, desde mi ventana escuchaba su rutina diaria. Arrastraba por el pasillo el bote de la basura desde el patio hasta la calle, el ruido en las baldosas de la entrada era muy fuerte y retumbante. Ella detestaba ese trabajo, y cada vez que la oía me imaginaba su rostro malhumorado. Madame Fossé representaba para mí el proletariado, la clase trabajadora. Por eso la invité a incorporarse. Y mientras se decidía, le pedí que me acompañara. Ahí íbamos las dos, por las calles de Saint-Germain-des-Prés con nuestro paquete del periódico oficial del partido bajo el brazo.

Ella, al pie de la ventana, levanta el brazo como si tuviera un periódico en la mano y dice en voz alta: L’Huma! L’Huma, imitando aquellos días. A Yann le causan gracia sus ademanes. Se los festeja.

¿Sabe, Yann? Es curioso, el símbolo de la hoz y el martillo no están ya al frente, y actualmente el diario ni siquiera está ligado al partido.

Yann le permite sentarse en el sillón; él se recuesta en la cama alta del hospital como si tomara el sol frente al mar. Disfruta la forma como ella cuenta. La escritora lo sabe, por eso le recuerda en voz alta.

Dionys y Antelme se afiliaron al partido, junto con muchos otros de la pandilla. Así se fundó un grupo de estudios marxistas en Rue saint-Benoit. Regresar a Marx, Engels, y clasificar la documentación de L’Humanité. Los asiduos eran Jean Toussaint, Jorge Semprún, Claude Roy y no recuerdo ahora quiénes más.

Organizaba colectas en el barrio para recaudar fondos. Me encantaba pegar carteles y visitar a los pobres, hasta tuve un puesto como secretaria de la célula. Era comunista. Siempre lo fui. Lo soy y lo seré hasta el fin. Pero, ¿sabe, Yann?, mi paso por el partido terminó muy mal. Profunda contrariedad en mi vida. Así, de pronto, recibí una mañana una carta de expulsión del partido. Más tarde se lo contaré, fue un episodio extremadamente doloroso.

La enfermera entra. Hora de la pastilla azul; ella la toma a regañadientes. Hubiera querido aventarla al cesto de la basura, echarla al escusado y jalar de la palanca, salir corriendo. Sentarse en un bar; pedir un calvados. Hace frío afuera. Resbalaría bien por la garganta. Podría hacerlo, salir corriendo. Pero no. Ahí está él, cree en ella. Él también está sufriendo. Tampoco bebe. Nunca más. Dejaré el alcohol. Podré y, seguramente, después moriré. La escritora continúa.

Nunca renuncié a mis convicciones. Conocí a un hombre decisivo en mi vida, tanto en lo político como en lo literario: Elio Vittorini, afiliado al Partido Comunista Italiano y asiduo a círculos anarquistas contra el fascismo, me mostró una izquierda más intelectual, libre, no forzosamente marxista. Decía, signorina, un comunista debe protestar, porque la transformación del mundo produce una moral. Sólo con la acción revolucionaria empieza a existir verdaderamente la moralidad.

Elio llegó a París invitado por el Comité Nacional de Escritores. En aquellas conferencias nos deslumbró. Lo invitamos a él y a su esposa Ginetta a cenar a Rue Saint-Benoit. Además de guapo y seductor, algo se entramó entre nosotros. Son de esos seres a los que uno se vincula para siempre, hasta la muerte, y uno no entiende por qué. Como con usted: para siempre, hasta la muerte.

Foto
Marguerite Duras (1914-1996), imagen que ilustra la portada del libro de Sofía G. Buzali sobre la escritora francesa, el cual será presentado el 9 de abrilFoto © Latinstock/ Jean Mascolo

Dirigía junto con Italo Calvino la revista Il Politecnico. Además, Vittorini, junto con Cesare Pavese, fue pionero en la traducción del inglés al italiano. A Elio le debo mi encuentro con Faulkner y Hemingway.

Yann la mira con dulzura. Recuerda la época en que decidió alejarse de su lado. Fueron dos años. Su abandono la llevó casi al borde de la muerte. La abandonó y volvió. Regresó porque simplemente no podía vivir sin ella, sin su presencia. Amaneceres, tardes y noches de alcohol. Pleitos, portazos. Sus ojos tristes. El sonido continuo de sus pulseras de jade. Las palabras que dicta para armar una novela, hila frases de una inteligencia excepcional. El regreso de Yann marcó el comienzo de un pacto inquebrantable.

Ella pregunta por qué la mira tan profundamente. Él le dice, por nada. Simplemente recuerda. Pero prosiga, quiero saber todo lo relacionado con aquel comunista italiano que marcó su vida. Porque en los cincuenta, un verano, fueron invitados por Elio y Ginetta a pasar unas vacaciones en Italia; ella, Antelme y Dionys. Yann sabe de que Los caballitos de Tarquinia está basado en aquellas vacaciones en la playa frente al Mediterráneo. Donde para olvidar hay que beber camparis, tumbarse en la arena y bailar en los patios de los mesones bajo un cielo estrellado. Él recuerda cuando leyó la novela. Se acuerda, también, de cuando el jurado del premio Goncourt le negó a Un dique contra el Pacífico el galardón. La razón, su militancia en el Partido Comunista Francés.

Elio marcó mi vida, me indujo a abandonar la estética clásica. Tomé de él la técnica vittoriana de repetición e hice con la novela lo que hace un músico con el libreto. Se lo he platicado muchas veces, ¿lo recuerda? Importante, me subrayaba Elio, la reiterada evocación mágica de las palabras. Importante, el lugar que ocupan en la frase que trastoca su sentido habitual, en un halo indefinible pero concreto. Me lo decía bebiendo whisky en los cafés y bares, entre amigos, humo de cigarro, ruido de copas, música de fondo. Yo escuchaba atenta. Comprendía que si perfeccionaba esa técnica, sería la mejor en la materia. Y mire usted.

Un buen día llegó la carta de expulsión. ¿La razón? POR CALUMNIAR A DETERMINADOS MIEMBROS DEL PARTIDO Y POR MOSTRARSE EXCLUSIVAMENTE IRÓNICA CON LA LÍNEA IDEOLÓGICA DEL ESTE. Me aprendí de memoria esa frase, la repetía día y noche. Como militante me sentía humillada, no se imagina de qué manera. Yo, que me había comprometido como nadie. Me hicieron que entregara de regreso mi carnet con el que pertenecía a la célula 722 de París.

Él le pregunta qué hizo, cómo respondió; qué comentó la pandilla al respecto. Ella toca el timbre para llamar a la enfermera. Al entrar, le pide un vaso de leche y una rebanada de pastel: el que sea, pero que tenga buena cara. Tardan. Vuelve a tocar el timbre. Insiste. Pide que sea más eficiente. Mientras espera, la escritora le cuenta que la situación se inició en la velada del cuarenta y nueve.

Estábamos en la barra del Café Bonaparte después de una aburrida reunión de la célula. Robert, Dionys, Mannoni, Jorge Semprún y muchos más. Bebíamos, hacíamos guasas, ironizábamos de uno, de otro. Usted comprende lo que se dice entre copas. Y así fue: Mannoni, bromeando, dijo que el camarada Casanova era un rufián o algo parecido, no recuerdo. Todos, pero todos, Yann, nos reímos. Carcajada general de la concurrencia.

Noches enteras discutimos sobre quién dio a conocer el incidente al partido. Edgar Morin creyó siempre que el responsable había sido Jorge Semprún; Dionys y Robert pensaban lo mismo. Lo que fue un hecho es que la relación con Semprún se rompió para siempre. Él lo negó permanentemente, incluso después de muchos años lo siguió negando.

Expulsaron entonces a Antelme, a Dionys y a Mannoni. Las habladurías continuaron. Los camaradas hicieron ver que en el piso de Rue Saint-Benoit se vivía en unión libre. Ella, la escritora, una prostituta. ¿Por qué habita con un hombre sin estar casada? No me bajaron de puta. Pienso que eran unos misóginos. Peo tuvieron la última palabra y fui expulsada. Muchos asiduos a Rue Saint-Benoit, por miedo, desaparecieron. ¿Cómo vivir excluida del partido? Ninguno de la pandilla entendíamos nada. Absolutamente nada.

Todo acabó a partir de ese momento. La gangrena devoró al grupo. Se perdió la armonía, la defensa de la verdad. La importancia de la literatura quedó en segundo plano. Historias de cama sobre su persona. La gente del barrio le da la espalda; se cambian de acera cuando la ven y le ponen mala cara. Tus amigos se convirtieron en traidores, le decía Robert. Haber sido expulsada del partido fue una maldición que duraría años.

La situación me afectó considerablemente. Sentí como si todos mis sueños, mis ideales, se vinieran abajo. Pero aún soy comunista. Soy como una enferma de la esperanza, de la esperanza que tengo en el proletariado. Si pudiera, ahora mismo me afiliaría de nuevo al partido. Jamás me lo cuestionaría.

El teléfono suena. Yann se sobresalta: su mente estaba en París, imaginando la velada del cuarenta y nueve. Descuelga con rapidez, el aparato cae al suelo. ¡Cuidado! Le dice ella. ¿Quién se atreve a marcar a mi habitación? No conteste. Cuelgue. Él cuelga. Mira la hora. Qué tarde se ha hecho. Tarde para qué, Yann. No tenemos nada más que hacer, sólo esperar a que los días transcurran y salir de aquí. Pero vea, hágase a un lado, las arañas del techo pueden caer sobre su cabeza. Venga, venga junto a mí. O mejor traiga algo para matarlas.