Opinión
Ver día anteriorLunes 7 de abril de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Nosotros ya no somos los mismos

Compañero, ¿puede usted fundamentar su inexplicable reclamo?

Foto
Un instante durante la apertura de la exposición Sesenta años de vida académica en la Ciudad Universitaria, el jueves pasado, que permanecerá abierta hasta finales de junio en el Museo Universitario de Ciencias y ArtesFoto Marco Peláez
T

erminó un capítulo, pero la historia sigue. Como la torre de rectoría continuaba en un estire y afloje entre los diversos grupos ocupantes, la ceremonia de investidura del nuevo rector se efectuó en la Facultad de Ciencias, el 13 de febrero de 1961. Correspondió al doctor Salvador González Herrejón el discurso de bienvenida. El tema central fue, obviamente, la plena legalidad de la elección. En su momento, el rector Chávez pronunció un mensaje que nuestro idealismo juvenil y protagonismo permanente nos llevó a interpretar como: la razón de nuestro movimiento es tan evidente que marcó ya la agenda rectoril de los próximos cuatro años. Dijo Chávez: “[…] la universidad debe revisar su estructura y comenzar a crear conciencia colectiva de que necesitamos renovarnos […] Viviremos una vida libre; libre el pensamiento y libre la discusión científica”. Está claro –nos convencimos unos a otros– ese mensaje es para nosotros. No seamos sectarios, otorguémosle el beneficio de la duda: entregamos la rectoría. Allí mismo el rector comunicó los primeros nombramientos: doctor Roberto Mantilla Molina, ex director de la Facultad de Derecho, secretario general; doctor Manuel Quijano Narezo (ameritadísimo gastroenterólogo), director de Servicios Escolares; maestro Luis Villoro, secretario particular. El día 15 la universidad reiniciaba labores y empezaba una fecunda y digna etapa de su benemérita existencia. La forzada renuncia de Ignacio Chávez, cinco años después (1966), es un baldón que, obviamente, degrada al que canallescamente lo infirió.

Cuando recorría con el maestro Villoro las oficinas de la torre de rectoría, levantando un difícil inventario y lamentando el caos imperante, le platiqué lo que en situación semejante me había comentado don Henrique González Casanova (Mire qué cosa más lamentable, compañero: los muchachos se llevan los aparatos telefónicos, los sacapuntas, los mimeógrafos, las plumas, pero abandonan intocadas estas maravillosas colecciones de libros. ¿Por qué no se los llevan?) “Tenía razón Henrique –me contestó Villoro–: pienso que apropiarse de un libro para leerlo, o de una hogaza de pan para saciar el hambre, de ninguna manera puede ser considerado un robo vulgar”. O un garrafón de roncito para paliar una pena, agregué. Sin comentarios.

Apenas unos días después de que las nuevas autoridades recibieron la torre, el hiperkinético rector citó a la primera reunión del Consejo Universitario para darnos a conocer sus tablas de la ley, cuyo punto central era uno: el respeto irrestricto a la normatividad. Yo nunca había visto a Chávez en persona y de cerquitas: era bajo de estatura, nada obeso, aunque ligerísimamente ventrudo, escaso de pelambre al frente, lo que le implicaba una enorme frente, nariz ligeramente aguileña, labios muy finos, de los que dicen los que le hacen a la fisiognomía, caracterizan a las personas irascibles. Su hablar cotidiano era pausado, reflexivo, totalmente fluido y correcto. Jamás requirió de muletillas ni estribillos para expresar sus ideas siempre contundentes. Sin embargo, de pronto le ganaba la emoción y entonces su voz se volvía un estilete, agudo e incisivo, que perforaba las trompas de Eustaquio de sus oyentes.

Su discurso, como todos los suyos, era sólido, pero también efectista, tenía al auditorio (como suele decirse) en un puño, aunque obviamente no todos los oyentes habían sido sus seguidores. Obsesivo, rei­teró una y otra vez: no habré de violentar la legislación universitaria en el más simple de sus ordenamientos, no lo haré ni por negligencia o descuido (versión libre, pero reflejo fiel del mensaje del rector).

Mientras éste peroraba, yo en un cuadernito hacía anotaciones no sobre sus dichos (nos iban a dar copias), sino sobre su forma de decirlos. Confieso que escuchaba con avidez y mala intención, esperando un gafe, un equívoco y, bueno, todos sabemos que Dios protege la inocencia: mis malas vibras lograron un efecto más allá de lo esperado.

Mi vista cayó sobre un ar­tículo del Reglamento del Consejo Universitario y no podía creerlo: Artículo 27: Las sesiones ordinarias del Consejo Universitario no podrán exceder de dos horas y media a partir de su inicio. Para continuar con la sesión, el presidente del consejo solicitará al pleno la autorización correspondiente.

Acezante, con un hoyo en la boca del estómago, dirigí mi vista al reloj. Faltaban tres minutos para que se cumplieran las dos horas y media, y el rector no tenía para cuándo terminar su discurso. Comencé a sudar frío y sufrir pálpitos. Los minutos me resultaban tan eternos como cuando uno entra, urgidísimo, al baño de Sanborns y todos los sitios se hallan ocupados. Resistí la tensión únicamente porque al preguntar la hora, mi vista cayó en unas extremidades inferiores femeninas que hubieran provocado una ictericia fulminante a Betty Grable, la modelo de la foto icónica que estuvo presente en todas las barracas de los soldados gringos durante la Segunda Guerra Mundial, a Cyd Charisse, quien en la punta de su extendida y eterna pantorrilla sostenía el sombrero de jipijapa de Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, o a Angie Dickinson, que capturaba a todos los enemigos públicos del país vecino con solamente cruzar la pierna o subir una escalinata.

Sí, a dos lugares estaba sentada una hermanita Galindo, Malena, para ser preciso, provista –diría el luego diputado Humberto Hiriart– de las piernas más bellas de CU. A la sazón ella era novia de uno de los orgullos de nuestra generación: Gustavo Sainz, quien años después nos asombraría con su Gazapo y La princesa del Palacio de Hierro (creo que ahora está trabajando sobre la Reina madre de Wallmart).

Cuando me recuperé del impacto visual, vi mi reloj y por poco lanzo un alarido de emoción: el rector se había pasado dos inmensos minutos del tiempo permitido. Si hubieran sido los tiempos que corren, habría gritado la expresión del momento: ¡Man up, man up! Pero, saltillense de los tiempos idos, compañero generacional de Rosita e Hipólito, simplemente me dije: Sé machín, Ortiz, sé machín, y me paré. Alcé la voz a la mitad del foro y demandé: ¡Moción de orden! El auditorio se congeló: azoro, asombro y silencio generalizado. Algunos consejeros se ponían de pie para ver a quién correspondía esa voz impertinente y majadera. El licenciado Mantilla Molina, secretario general de la universidad y del consejo, se levantó y con un terrible enojo perfectamente contenido, me dijo: Compañero, ¿puede usted fundamentar su inexplicable reclamo? “Por supuesto –balbucí–: artículo 25 del reglamento: ‘Ningún miembro del Consejo Universitario podrá ser interrumpido mientras tenga el uso de la palabra, a menos que se trate de una moción de orden’”. “Eso está claro –me reviró– pero, ¿en qué fundamenta su reclamación, dónde está la falta de orden?” “Artículo 26 –contesté, ya casi sin voz–: ‘Habrá lugar a reclamación del orden: a) cuando se infrinjan artículos de la Ley Orgánica, del Estatuto General o de este reglamento’”.

En el colmo del paroxismo, el siempre ecuánime maestro Mantilla me exigió: ¡Dígame qué artículo, de cuál ordenamiento, ha sido violado, compañero!

Yo, exangüe, terminé: Ar­tículo 27 de es­te reglamento..., cuyo texto acabo de mencionar renglones arriba. El secretario del consejo hojeó –de hoja– y ojeó –de ojo– su ejemplar del reglamento, mientras todos los consejeros desaforadamente hacían lo mismo, se acercó al rector y, al oído, le confirmó la veracidad de mi dicho.

Ignacio Chávez (como el chorrito, se hacía grandote pero, a diferencia, nunca chiquito), regresó al atril, tomó el micrófono y, con una actitud de abuelito apapachador, dijo: “Com­pañero consejero estudiante de la Facultad de Derecho (no mencionarme por mi nombre era una forma sutil de no otorgarme registro), quiero agradecer su atingente moción, porque…”

La respuesta fue tan inusitada, tan inimaginable, que merece un espacio que hoy ya no tengo. La conoceremos el próximo lunes 14. Por ahora, sólo expresar mi satisfacción por la elección del presidente de ese proyecto llamado INE. Estudioso, conocedor, otra vez estudioso y entonces más conocedor. Pero sobre todo hombre de principios y fines que a México hacen falta. Las diferencias con la progenie pueden darse, pero ni modo y qué bueno; sin embargo, la fuerza centrípeta de la honorabilidad, la hombría de bien, el amor y el compromiso con la nación de los mexicanos es un legado que cincha, mandata y compromete. Ya hablaremos.

twitter: @ortiztejeda