Opinión
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El dinosaurio emplumado
E

s natural en la especie humana, aunque el terco hombrecito (o mujercita) se afana en negarlo cada vez: siempre se impone la ronda de las generaciones como describiera Luis González y González al modo del pausado José Ortega y Gasset; les daba unos 15 años de diferencia, y repartió en seis el siglo 1856-1958. Hacia 1984, el historiador trazó un mapa de nuestras élites políticas e intelectuales sobre el que ya llovió y, en tales términos, consumió casi cuatro más.

Las generaciones se entrelazan, se acompañan un rato, con continuidad cordial a veces, en otras ruptura ruda, incluso brutal. Pero tienden a estabilizarse, sentar cabeza, y los que la hacen, hacerse de algo de poder, que puede llegar como riqueza, mera fama, poder gremial, territorial, cultural. En esta lógica los narcos también cuentan, y son gente de las generaciones en curso quienes decidieron hacerle así como le hacen para prevalecer y ponerse arriba en el gallinero. Serán recordados como signo de nuestro tiempo, tanto o más que otros más meritorios o siquiera decentes. El tema puede tener tantas ramificaciones como uno se proponga y tocar las esferas de políticos, intelectuales, artistas o futbolistas. No en todas las esferas pega igual o al mismo tiempo, pero como buena hacha, no deja árbol sin talar por añoso que sea.

Es una evolución de alguna manera continua que heredaron los liberales de aquella Reforma (no estos los mamarrachos de reforma); La Pléyade la llama González y González; la mejor generación de mexicanos, decía José Emilio Pacheco destacando su integridad intelectual y ética, su espíritu de servicio, sus ganas prometeicas de educar a la nueva Nación y que, llegando a cargos públicos, no se enriquecieron (al menos esto último no se ha vuelto a repetir jamás). Con ellos se define la identidad moderna de México, aunque todavía un siglo después siguieron rumiando lo mexicano Ramos, Paz, Uranga, Villoro, Zea, y más acá Bonfil, Monsiváis, el primer José Joaquín Blanco. Pintarse los mexicanos por sí mismos es un viejo juego de abalorios que nos ha gustado jugar. Del tlachiquero o el pajarero al chavo punk y el viene-viene, de la aguadora o la atajadora a las chicas les besándose en La Alameda a la luz del sol.

La desafortunada serie de fallecimientos de autores importantes en el último par de años, deja más que otras veces la sensación de lo irreparable. Se percibe una crisis, un vacío, un tránsito confuso, el desenlace de un cambio de época. Échenle la culpa al milenio. El cambio de juego llama a una reflexión. El futuro devino otra cosa. Actividades comunes (al menos para los intelectuales de élite o no, y para un público nunca masivo) como leer, escribir y su condimento necesario, publicar, cambian de manera vertiginosa, profunda, incomprensible desde las herramientas de análisis a que estábamos acostumbrados.

La generación de escritores, y si precisamos más, de poetas posteriores al canon paciano de los años 60, con la intermedia de autores nacidos entre 1941 y 1949 (la del 68, que pasó de contestataria a hegemónica), podrían muy bien ser las penúltimas de una era geológica en liquidación. Los subsecuentes autores, caracterizados en términos generales por un seguimiento empático o acomodaticio de la generación anterior (la rebelada), han venido heredando los asientos de las anteriores, más burocrática o mediáticamente que con verdadera influencia intelectual, ya no digamos portadora de alguna novedad.

Aquejados por el estigma que les impuso Gabriel Zaid en la Asamblea de poetas jóvenes de México (1980, que el tiempo, no sin crueldad, ha vuelto antología), de conocer y traducir mucho pero no dominar el instrumento pues la universidad no basta, (ojo: viene una generalización flagrante) los poetas de los 50 y early sixties tenían que hacer mejor la tarea para ser admitidos por los reticentes ídolos del pasado reciente, y abrirse un huequito en el colofón del canon, duro como piedra y, justo es decirlo, muy convincente.

Hoy, merced a la implacable ronda en su aspecto más biológico, estos segmentos generacionales van quedando solos y a cargo de la rueda, procurando no quedar abajo de ella. Pronto esto será irrelevante. Nuevos códigos, herramientas y hábitos culturales (nuevos en un sentido literalmente milenario) dejarán atrás la última generación del siglo XX. Dicho de otro modo, este bolero ya se acabó, es hora de tocar otro o callar para siempre.

El último dinosaurio emplumado culmina su ronda con cierta ansiedad. (En lo político y empresarial tal vez no: los gobernantes actuales, más jóvenes, son tan irresponsables como las élites capitalistas de todo el mundo). Jaime López, chocarrero miembro de tal generación, cantaba: Desde mi motocicleta/ alzo mi fría cerveza/ Por mi vieja pandilla salud y adiós/ que la banda que viene las pase mejor, pues Los viejos tiempos/fueron los nuevos tiempos/ Los nuevos tiempos/ serán los viejos tiempos.