Opinión
Ver día anteriorJueves 10 de abril de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Pena de muerte y discriminación
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uncionarios de la Unidad Carcelaria Walls ejecutaron ayer, en la prisión de Hunstville, Texas, al mexicano Ramiro Hernández Llanas, acusado y sentenciado por homicidio en 2000. De esta forma culminó un proceso caracterizado por la negativa sistemática de las autoridades penitenciarias estadunidenses a los múltiples recursos interpuestos por la defensa y a las medidas cautelares que fueron otorgadas al connacional por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

En general, la pena capital es un castigo abominable e inhumano que no sólo pone en evidencia la ineficiencia y el fracaso de los aparatos de impartición de justicia en los países donde se practica, sino que atenta contra el derecho más fundamental de los seres humanos: el derecho a la vida. En el caso de Hernández Llanas tal sanción fue además una injusticia aún mayor, pues fue producto de los vicios procesales presentes en casi todos los casos de mexicanos condenados a muerte en Estados Unidos.

Ayer, al condenar el hecho por medio de un comunicado, la Secretaría de Relaciones Exteriores recordó que Hernández Llanas se convirtió en el cuarto mexicano ejecutado en franca violación al fallo de la Corte Internacional de Justicia dictado en el Caso Avena, demanda presentada por nuestro país contra el gobierno de Washington para revisar los casos de 50 mexicanos que habían sido detenidos, procesados y condenados a muerte sin que se les hubiese respetado su derecho a la asistencia consular. Entre ellos se encuentra también el de Édgar Tamayo Arias, ejecutado en enero pasado.

Desde otro punto de vista, la pena comentada confirma un patrón creciente de racismo y xenofobia en la sociedad y las instituciones estadunidenses, que coincide, paradójicamente, con el arribo del primer presidente no caucásico a la Casa Blanca. De acuerdo con un informe presentado por Amnistía Internacional en 2012, una tercera parte de los ejecutados en Texas durante el año previo fueron hispanos, en tanto que del número total de víctimas de la pena capital en ese país en la última década, un 65 por ciento pertenecieron a esa minoría y a la población negra.

El correlato ineludible de la aplicación discriminatoria de la pena capital es la exorbitante tasa de deportaciones realizadas durante la presidencia de Barack Obama, que asciende a casi dos millones desde el inicio de su administración y a más de 140 mil en lo que va del año.

Al igual que con la aplicación de la pena capital, que constituye una forma atroz de asesinato legalizado, la expulsión de ciudadanos extranjeros indocumentados se ceba principalmente en ciudadanos mexicanos y centroamericanos, política doblemente hipócrita, primero porque no obedece en sentido estricto a un afán legalista, sino a la necesidad de modular la mano de obra barata en aquel país, y segundo, porque sataniza la migración indocumentada al mismo tiempo que Estados Unidos se beneficia del invaluable aporte de ese fenómeno a su economía y su cultura.

El asesinato de Estado cometido contra Hernández Llanas se inscribe, en suma, en el vértice entre la persistencia de una aberración judicial como es la pena de muerte y un retroceso social, político e institucional del vecino país en lo que se refiere al respeto a las minorías que coexisten en ese país. Ambos procesos muestran la improcedencia de las pretensiones de Estados Unidos de erigirse en referente mundial en el respeto a los derechos humanos.