Como hace cinco siglos: las lenguas
americanas en la mira imperial


Los Altos de Chiapas. Foto: Enrique Carrasco

Víctor de la Cruz

Un principio general de derecho reza que “quien es primero en tiempo es primero en derecho”. Este principio permanentemente es invocado en los tribunales y órganos de gobierno, siempre y cuando no se trate de los indígenas; porque entonces la sociedad política, los jueces y los administradores piensan que dicho principio no es aplicable a quienes se llama despectivamente “indios”.

Existe una contradicción entre ese principio y el trato a los descendientes de los primeros habitantes del territorio que conforma este país, como lo existe entre el concepto de cultura nacional —tal como ha sido adoptado por las élites intelectuales y políticas—, y la cruda realidad de estructuras sociales y económicas fragmentadas, desintegradas y sumamente polarizadas, así como en algunos países como México: una composición de la población altamente diferenciada en términos étnicos y culturales.

Estas contradicciones estallaron el 1 de enero de 1994, cuando los descendientes chiapanecos de los mayas se levantaron en armas contra el gobierno federal y contra el pacto social escriturado en la Constitución de la República, que permite el despojo de sus tierras, recursos naturales y la exterminación de sus culturas y lenguas.

Supuestamente para combatir las causas de la rebelión zapatista, el gobierno federal inició un diálogo, en varias etapas y mesas, con los representantes de los indígenas rebeldes, que culminaron en los Acuerdos de San Andrés firmados el 16 de febrero de 1996 por los representantes de ambas partes. Los puntos sustanciales de esos acuerdos fueron traducidos a una “Propuesta de Iniciativa de Reformas Constitucionales en materia de Derechos y Cultura Indígena”, presentada el 29 de noviembre de 1996 por la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) del Congreso. Sin embargo, el gobierno de la federación encabezado por Ernesto Zedillo, como han hecho otros gobiernos criollos en la historia de México, no hizo honor a su palabra y a la firma de sus representantes, oponiéndose a que dicha iniciativa fuera presentada como un acuerdo de ambas partes, pretextando problemas de técnica jurídica.

El siguiente gobierno, que había prometido el cambio y resolver el conflicto chiapaneco en 15 minutos, hizo suya la iniciativa de la Cocopa y la presentó al Congreso de la Unión, vía la cámara de senadores, en diciembre del 2000; pero allí los distinguidos jurisconsultos hicieron engrudo el atole. No se acordaron de los problemas de técnica jurídica ni de la teoría del derecho constitucional, que divide las constituciones clásicas en dos partes: la dogmática y la orgánica, estableciéndose en la primera las garantías individuales y en la segunda la organización política de la sociedad.

Lo que hicieron fue quitar el anterior contenido del Artículo 2° pasándolo al primero y retacaron aquél de cuantas ideas criollas tuvieron en la cabeza. Empezaron con un principio monárquico-centralista que niega el federalismo del Estado mexicano: “La Nación mexicana es única e indivisible”; confundieron el concepto de nación con el de pueblo, éste con el de comunidad; convirtieron a las comunidades indígenas en objetos de interés público en vez de sujetos de derecho público como piden, además de agregar un apartado B donde enumeraron los objetivos de una secretaría de Estado que se ocupe de los indígenas, cuando sea creara, lo cual todavía no ha sucedido. Todo como si la Constitución general de la República fuera una ley reglamentaria. En conclusión, produjeron un mazacote, un bodrio jurídico que remite a las constituciones y leyes de las entidades federativas “el reconocimiento de los pueblos y comunidades indígenas”. Tanto ruido para tan pocas nueces y aquí tienen ustedes la responsabilidad de arreglar las cosas.

En los organismos internacionales, que sólo son foros de imágenes o para tomarse la foto, que todavía subsisten a pesar de las violaciones del gobierno estadunidense a la legalidad internacional; después de varios decenios de discusión, la Conferencia General de la unesco finalmente adoptó la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural el 3 de noviembre de 2001.

Su artículo quinto establece: “Los derechos culturales son parte integrante de los derechos humanos, que son universales, indisociables e interdependientes. El desarrollo de una diversidad creativa exige la plena realización de los derechos culturales, tal como los define el Artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Artículos 13 y 15 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Toda persona debe, así, poder expresarse, crear y difundir sus obras en la lengua que desee y en particular en su lengua materna; toda persona tiene derecho a una educación y formación de calidad que respete plenamente su identidad cultural; toda persona debe poder participar en la vida cultural que el elija ejercer sus propias prácticas culturales, dentro de los límites que impone el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales”.

Pero no todo es color de rosa. Dos gobiernos anglosajones y el hispano, enloquecidos de soberbia, han declarado la guerra a la pluralidad en el mundo, con el pretexto de combatir el terrorismo buscan globalizar su cultura, su religión y su lengua. Mientras Estados Unidos quiere imponer al mundo entero su destino manifiesto, en la España imperial soñada por Antonio de Nebrija, la de José María Aznar y el juez Baltazar Garzón, se busca aniquilar a las minorías étnicas que se oponen al centralismo madrileño (ver Ojarasca de febrero).

¿Cómo es posible preocuparnos por la biodiversidad de la flora y la fauna y olvidemos la pluralidad lingüística y cultural en Estados Unidos, España, México, en todo el mundo? ¿Es posible que defendamos la diversidad de plantas y animales y permitamos la extinción de la diversidad en el ser humano? Los gobiernos español y estadunidense creen que sí, pero en nuestro país debemos abrir los ojos y el corazón dejando de ser seguidores de políticas genocidas de los criollos centralizadores de toda visión del mundo.

Ante los tambores de guerra que se oyen actualmente anunciando un nuevo Apocalipsis, citaremos parte de la respuesta de Ignacio Ramírez al español Emilio Castelar, en una polémica que sostuvieron en los años sesenta del siglo xix  (“La despañolización”, en Ignacio Ramírez, El Nigromante. Prólogo y selección de Francisco Monterde, Secretaría de Educación Pública, 1944):

¡Qué ruin sería la América a los ojos de nuestro ilustre antagonista si no aspirara a remedar a la España! Un astro más noble descubre la inteligencia entre las tempestades que rodean al mundo; con sus rayos descubrimos el trono conservado para la libertad y el altar para la ciencia; no es el orgullo español ni la ambición francesa quienes hacen desaparecer los Pirineos y precipitan al mar las columnas de Hércules; es la fraternidad universal: lo que hay de más puro, de más noble, de más sublime, pertenece a todos los pueblos, todas las glorias se confunden en una. Homero y Confucio, Washington y Voltaire, Bolívar y Lutero, todo hombre que se apellida grande, lo mismo pertenece a la China que a la España, y en México son igualmente queridos los nombres de Castelar y de Hidalgo. La electricidad, el vapor, la imprenta, lo mismo hablan, se deslizan, vuelan cuando se lo pide un español que cuando se lo demanda un azteca; para entenderse no es necesario hablar castellano; los que vieron en Babel confundidas, extraviadas sus lenguas, han recobrado la voz y emprenden de nuevo la conclusión de la torre prodigiosa, el escalamiento del cielo.

Víctor de la Cruz, poeta, escritor e investigador zapoteco. En 2013 la UNAM publicó una nueva edición de su clásico La flor de la palabra/Gui’st’ diidxazá, sobre la literatura de su pueblo. Con este artículo culmina su serie de escritos sobre las lenguas originarias, publicados en estas páginas febrero y marzo pasados.