Cuidadores de la tierra


Fiesta rarámuri. Sierra Tarahumara, Chihuahua.
Foto: Enrique Carrasco

Ricardo Robles

De su convivir con la naturaleza los pueblos indios han aprendido por milenios su ser. De ahí su dejo de silvestre frescura. De ahí sus cosmovisiones comunitarias en las que todo labora para la vida. De ahí su alegría al reencontrarse perpetuamente en sus fiestas. De ahí su resistencia secular brotada de su esperanza recreando el proyecto de vida suyo, el del Dios. De ahí también su discordancia con un individualismo invasor que no deja de empobrecerlos. Se diría que han tomado su imagen de los vivientes pequeños, de las mariposas migrantes, por decir. Frágiles y resistentes, libres y comunitarios, despojados de los bosques y la naturaleza que les permiten sobrevivir, guiados por un congénito saber que beben en las fiestas y rehacen en las asambleas de sus consensos, un saber que les marca los rumbos, que da sentido a su dolor y su alegría, a sus riquezas y carencias, a su esfuerzo en su esperanza. Como las mariposas migrantes saben que su vida, entreverada con la del mundo y el universo en una sola, se les ha encomendado para cuidarla, para perpetuarla cueste lo que les cueste. Saben que su destino es trascendente, son colaboradores de los Dioses o el Dios de la vida. Ése es el valor último de su presencia en el planeta, su único sentido del vivir.

El injusto empobrecimiento secular de los pueblos indios no nace de capacidades mayores o menores, se nutre de un choque de dos visiones. Ambas creen que tienen el justo sentido de la vida humana. La una va al poseer, la otra al compartir. Una busca la seguridad al acumular y el bienestar en el poseer satisfactores. La otra pone su seguridad en la solidaridad común y su bienestar en compartir mutuamente. La primera compra con monedas la vida mientras la segunda la cultiva con el Dios. Es que la una se centra en el individuo y la otra en la comunidad.

Tales visiones se generan en el entorno, uno más urbano que nos hace defensivos y otro más silvestre que los hace más libres. Hablan del sentido de la vida humana desde sus milenarias filosofías formuladas en mitos, frecuentemente en fábulas. Ahí los animales pequeños se enfrentan al abuso de los grandes, el conejo al coyote, o la tortuga al lobo, y al final ganan los pequeños por astucia, sí, pero sobre todo porque actúan en común, todos, ante los animales grandes que suelen andar solos, como individuos. No lo dicen así, pero queda como marca en la estructura recurrente de los relatos. Cuando alguien abusa es digno de lástima pues no puede sobrevivir sin lo de otros, no se basta a sí mismo. En los mundos urbanos, en cambio, abusar o salir ganándole a otro es signo de habilidad y talento. Es este choque de visiones el que habría que ahondar al mirar su creciente pobreza.

De los estragos del empobrecimiento progresivo los rescata la fiesta, la celebración. Poco o nada tienen que ver las suyas con nuestras fiestas. De nuevo las cosmovisiones quedan atrás como raigambre del ser como se es y de percibir la vida como la ve cada cual. La fiesta los reúne, activa el ser viviente que es la comunidad con la naturaleza y recupera el sentido de la existencia humana, de la del pueblo. Tanto la vida colectiva como los valores que le dan sentido están siempre y por doquier en perpetuo deterioro. Todos tenemos errores, suelen decir. La fiesta es el espacio para recuperar al cuerpo vivo que son, no mentalmente ni en propósitos vacuos, sino en carne propia, al comer y alegrarse, revestirse de galas y bailar en común.

Son celebraciones profundamente religiosas que se mueven en los límites del misterio y la utopía, del necesario exceso para trascender lo temporal y tocar lo eterno. El único Dios posible, el verdadero, anda en las fiestas y se goza de ver a sus hijos unidos, alegres, resistentes. Son sus ayudantes para seguir recreando perpetuamente la vida del mundo. El mismo Dios, que los ha visto en la vida cotidiana con errores y debilidades, es el que los reúne en la fiesta para ayudarlos a ser lo que han de ser, un pueblo unido según sus designios. Ellos saben que deterioran la vida y que el Dios no puede sostenerla solo, que necesita su apoyo. Y así, festejando con Él, recuperan la vida perpetuamente.

La comunidad queda reconstituida por la fiesta, en su más física realidad y en los valores que le alcanzan la trascendencia. Desde que nacen aprenden de la naturaleza, llena de vivientes, de sol, agua, viento y tierra. Saben que el todo hace la vida, que ese todo vive, que nada o nadie vive por sí solo, que sin el universo todo, sin el planeta, con todo y sus facetas más mortales, terminaría la vida, toda, cualquiera. De ahí saben que son comunidad. Es algo que no se elige, es el ser mismo del ser humano que, o camina en armonía con todo, con todos, o desaparece. Y desde esta visión, el individualismo, tan urbano, es un suicidio que avanza inexorable, como la podredumbre. Son realistas. En muy diversas formas lo explicitan en sus filosofías de lenguaje simbólico. El mundo quedó hecho de bien y mal que son inseparables, ineludibles ambos. La vida se convive con esos dos principios que están en todo ser. No se puede aspirar a erradicar lo malo, hay que saber manejarlo. El Dios, dicen algunos, los convocó en los orígenes para preguntarles qué sería mejor, ser mortales o no. Los pequeños dijeron que sería mejor morir, indefensos ante los grandes que los aplastarían cuando sobreabundaran en el mundo. Y el Dios dio la razón a los pequeños. Desde su cosmovisión y ante la ajena, así ubican infinidad de realidades, como mal inherente al ser. Aceptan otras maneras pero saben que sólo viviendo comunitariamente preservarán la vida.

La pobreza derivada de compartir en comunidad los excedentes personales bien puede ir de la mano de la esperanza. Dios mismo es pobre porque nos ha entregado toda su creación sin reservarse nada para sí, prefiere tener hijos, que no cosas. Y como con sus hijos camina las veredas cuidando de la vida, la esperanza está ahí, a la mano, a la vista. La pobreza es así austeridad más bien, cuando se asume como destreza para la resistencia, gracias a la esperanza. Pobre del que no pueda vivir austeramente, resulta tan vulnerable. Sus visiones chocan de nuevo con las de otros que no ven en la pobreza más que carencias. Éstos son los que necesitan encontrar su esperanza.

Ruborizado y disculpándose contestó hace poco un indígena a la pregunta de cómo hacían para resistir, como si nada pasara. Van a pensar —dijo— que nos creemos mucho, pero no, no es eso, lo que pasa es que nuestra fe es tan grande que estamos seguros de que por más mal que hagan en el mundo, no ganarán. El Dios está aquí y está con nosotros, no lo acabarán. Los pueblos indios, desde el injusto empobrecimiento al que se les confina, viven perpetuamente su reconstitución festiva para ser comunidades de esperanza. Viven así sus años con sentido y también lo convidan a quien quiera. Otros hay que, asentados en ciudades, persisten en invadirlos y despojarlos desde hace cinco siglos y hacen leyes y montan tribunales e imaginan teorías para justificar tal proceder. Confunden las leyes con la justicia, el mal con el bien, el acumular con la libertad, su amaestrada conciencia con el Dios, para seguir depredando el planeta y sojuzgando a la humanidad

Dos miradas a los pueblos originarios de México de generosa amplitud. Ricardo Robles, el inolvidable Ronco, uno de los constructores de los Acuerdos de San Andrés en 1996, y quien falleciera en 2010 entre los rarámuri, el pueblo con el cual vivió muchísimos años, escribió este texto, que ahora acompaña las fotografías de Enrique Carrasco, captadas en diversos pueblos del país. Ambos sacerdotes de la Compañía de Jesús, desde un perspectiva de profundo humanismo han conocido las realidades indígenas de México.