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Ver día anteriorSábado 12 de abril de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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España empecinada
U

so la palabra empecinada porque se me antoja más castiza y adecuada, dada la naturaleza del tema. Pero en realidad debería decir que es “como el maíz de aguas… malo y picado”. Hay quien supone que la cerrazón y la prepotencia, muestra de un síndrome de metrópoli muy arraigado, en España es privativo de la derecha. Pero no es así: el pasado día 8, izquierdas y derechas, bien formaditas, votaron al unísono en contra de un planteamiento catalán que se aviene al derecho de autodeterminación de los pueblos y al principio de solución pacífica de las controversias. Ambas ideas sostenidas la política exterior mexicana.

El deseo catalán es simple: preguntarle a todos y cada uno de los habitantes de Cataluña si quieren o no seguir siendo españoles.

No es una idea sorpresiva, pues durante los últimos años se ha venido incrementando, a la vista de todos, el ideario independentista de Cataluña, bien abonado por una serie de actos claramente imperialistas del gobierno español. La soberanía es una aspiración de sectores catalanes, mayores o menores, que viene de mucho tiempo atrás.

Tal parecería que los meros jefazos del gobierno español se hubieran propuesto exacerbar en su contra, lo más posible, el ánimo de los catalanes con una serie de medidas que ya permiten hablar de una auténtica catalanofobia. Parte en broma y parte con mala fe, hay quien opina que, si Cataluña alcanza a convertirse en un Estado más de la Unión Europea y tiene sentido de gratitud, debería de cambiarle el nombre a la avenida más importante de Barcelona por el de Mariano Rajoy.

Se dice que la actitud del pasado día 8, que le hizo proferir al presidente Mas: se van a arrepentir, fue la última oportunidad de poder llegar a un entendimiento. La postura del gobierno recuerda al hecho de que el propio Fernando VII asesinara las posibilidades de instaurar regímenes autonómicos en América, que tal vez hubieran evitado la independencia de sus colonias, cuando el 4 de mayo de 1814, al regresar de su prisión en Francia y bajar del barco en Valencia, abolió de un plumazo la Constitución de 1812 y dejó a la monarquía española sin el respaldo de las mayorías autonomistas que había en América cuando empezaban a gozar de las libertades y posibilidades de autogestión que les aseguró la Carta Gaditana.

La actitud es la misma 200 años después: en aquel entonces Fernando Borbón partió de la base de que la figura del rey era sagrada e inmarcesible. Ahora lo sagrado e inamovible es la Constitución, aun cuando pronto sea cuarentona y el mundo haya cambiado sensiblemente desde entonces.

¿Por qué le tienen miedo los españoles a que se manifieste abiertamente la opinión pública catalana? No podemos suponer otra cosa que tanta bravuconería e intransigencia esconden una idea fundamental: el miedo no anda en burro. Ellos si saben –aunque no lo reconozcan- que, gracias a ellos mismos, la inmensa mayoría de los catalanes de nuevo y viejo cuño están hasta el copete.