Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de abril de 2014 Num: 997

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

¿Qué entender por
arte contemporáneo?

Ingrid Suckaer

Reforma educativa:
una propuesta

Ethel Krauze

Carta de humo
y bomberos

Guilermo Samperio

Lo que sabe el poeta
Juan Domingo Argüelles

Las lecturas
de los políticos

Ricardo Bada

Las erupciones
del alma:
melodrama
y balada romántica

Gustavo Ogarrio

Juan Gabriel
placer culposo
y cultura popular

Adriana del Moral

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Antonio Rodríguez Jiménez
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Luis Tovar


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Hugo Gutiérrez Vega

Tomóchic y los milenarismos (VI Y ÚLTIMA)

Insisto, para terminar, en que el personaje mejor construido de Tomóchic es el de Teresa Urrea, vidente, taumaturga y consejera. Los hermanos Chávez son descritos también con destreza y los momentos finales de la caída de Tomóchic tienen gran fuerza dramática y anuncian ya las descripciones de Azuela, Martín Luis Guzmán y Rafael F. Muñoz.

En el capítulo que titula La Santa de Cabora, nos entrega un párrafo en el que retrata en cuerpo y alma a la milenarista: “¡La Santa de Cabora...!

¿Era una alucinada...? –se preguntó–. ¿Fue también una ilusa aquella criatura toda nervios, vibrante y dulce, dulce y tenaz, que llevaba en sus ojos una llama turbadora, ya estimulante y fiera como una ración de aguardiente y pólvora, ya benigna y plácida y adormecedora como un humo de opio.” En otro párrafo nos dice: “No era acaso un instrumento finísimo, un cristal manejado en la sombra por ocultas manos, para que a través de sus facetas y de sus aristas los hombres incultos y fuertes, los serranos ignaros y heroicos perpetuasen en los baluartes inexpugnables de sus montes una guerra horrenda de mexicanos. En el santo nombre de Dios.”

La Santa llama a la rebelión que tenía muchas razones y que era ya inevitable. Su voz precursora tiene toda la confusión propia del esoterismo y del fanatismo, pero en el fondo latía una verdad incuestionable y el discurso de la vidente norteña era, en realidad, la inquietud que brotaba ya del seno de una sociedad empobrecida, violentada, vejada y humillada. Tomóchic es nuestra Numancia: las tropas imperiales la destruyeron y redujeron a cenizas, pero de esas cenizas brotó una llama que iluminó a todo el país. Heriberto Frías nos habla de esa llama.

Heriberto Frías pertenece a una familia de escritores queretanos cuyo patriarca fue don Hilarión Frías y Soto, historiador y estudioso de las leyendas locales. Su primo, José Dolores Frías, fue corresponsal de guerra en Europa y un muy apreciable poeta postmodernista. Hay varios Frías dedicados a la historia y a la literatura. Sin duda, la vida familiar de Heriberto se nutrió un poco de la afición literaria de sus parientes.

Es difícil definir escuetamente los rasgos característicos de la novela de la Revolución mexicana, pues están llenos de contrastes y de contradicciones. La novela de la Revolución francesa y la de la Revolución soviética fueron desde el principio un instrumento de propaganda y elogío. La de la Revolución Mexicana tuvo, también desde el principio, un carácter crítico y se asomó a los despeñaderos de la desilusión. Don Mariano Azuela maneja esta ambivalencia al decir: “¡Qué hermosa es la Revolución, aún en sus mismas contradicciones!” y, en otra parte, afirma: “¡Pueblo de irredentos, pueblo de cobardes, lástima de sangre!”

Frías tiene, en cambio, una esperanza firme en que las cosas cambiarán y por eso denuncia la situación injusta y llama al pueblo para que despierte y construya un mejor destino para todos. Eso es, en pocas palabras, el espíritu de Tomóchic, su tensión dramática, su gran capacidad de compasión, su enamoramiento de las bellas causas y su horror ante la violencia y ante la masacre. Lo mejor que podemos hacer con Tomóchic es leerlo de nuevo, gozar su maestría formal, su candor y su entusiasmo.

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