Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de abril de 2014 Num: 997

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

¿Qué entender por
arte contemporáneo?

Ingrid Suckaer

Reforma educativa:
una propuesta

Ethel Krauze

Carta de humo
y bomberos

Guilermo Samperio

Lo que sabe el poeta
Juan Domingo Argüelles

Las lecturas
de los políticos

Ricardo Bada

Las erupciones
del alma:
melodrama
y balada romántica

Gustavo Ogarrio

Juan Gabriel
placer culposo
y cultura popular

Adriana del Moral

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Columnas:
Bitácora bifronte
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La Otra Escena
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La Jornada Semanal

 

Las erupciones del alma: melodrama y balada romántica

Gustavo Ogarrio

En el inicio fueron las melenas onduladas que se precipitaban sobre los rostros casi de porcelana, cabellos largos que afirmaron la presencia de jóvenes cantantes que mezclaron cierto simulacro de rebeldía emocional y melodramática con una eficiente apropiación del espectáculo de los sentimientos. Supremacía del vocalista, lentitud musical de orquesta, coros angelicales que sólo se reconocen en la religión laica del amor; erupciones del alma melodramática y de la época dorada de la balada romántica. Figuras como Raphael, Camilo Sesto o Miguel Gallardo, la santísima trinidad de la reconquista emocional ultramarina, aterrizan en México y en América Latina en los años setenta del siglo XX para comenzar también una nueva era en la unificación emocional de Iberoamérica.

Julio Iglesias, cuya definición de época pertenece más a una articulación plena entre lo cantado y lo autobiográfico, puede ser visto como una intrusión aparte que complementa el desembarco sentimental. Su condición de playboy, de mujeriego alegre y candoroso, cuya masculinidad estrictamente mediática armoniza la letra de las canciones que interpreta con su vida de jet set (“Y es que yo/ amo la vida y amo el amor./ Soy un truhán/ soy un señor,/ algo bohemio y soñador…/ Me gustan las mujeres,/ me gusta el vino,/ y si tengo que olvidarlas,/ bebo y olvido”) es registrada por revistas y periódicos que le asignan su condición de inalcanzable, de ídolo que inaugura una nueva forma del culto a la personalidad y que liquida cualquier vestigio de héroe romántico propio del siglo XIX. De paso, Julio Iglesias acelera la espectacularización de la balada y el registro compulsivo de las vidas cotidianas de los ídolos navegando en sus yates por el Mediterráneo.

Nadie que no sienta como propio el hechizo de la televisión, instalada ya en la lógica cultural de todos los días, escapa a semejante desembarco emocional. Nadie es indiferente a la atmósfera mediática y sentimental de la época. A esto se le puede llamar cultura de masas. Camilo Sesto, entre guitarras expresivas y susurros onomatopéyicos (“la-ra-la-i-la-ra-la”), ayuda a fundar el territorio contemporáneo de la balada romántica con un viejo recurso del romanticismo del siglo XVIII inglés que recuerda a la nómina femenina y novelesca de Samuel Richardson; canonizar, mediante el lenguaje supremo del amor, el nombre de la mujer sufriente, sin contradicción pero con implacables dicotomías que también identifican los límites de su jaula emocional: “Eres fuego de amor,/ luz del sol, volcán y tierra./ Por donde pasas dejas huella…/ Mujer, tú naciste para querer/ [...] Has vuelto Melina… / tus ojos reflejan el dolor y tu alma el amor” (“Melina”, 1975). Sin embargo, la figura a la que está dedicada el tema no se presta demasiado para la enunciación melodramática: Melina Mercouri, actriz griega consagrada también a la política, regresa del exilio en 1974 a su país después de oponerse y luchar contra la dictadura de los coroneles.

Con Miguel Gallardo, la dramaturgia cantada y atenuada de macho herido por el desprecio alcanza el éxtasis del capricho metafísico de la propiedad sobre la mujer, con final feliz imaginado bajo el testimonio de la aurora: “Sin decirme adiós,/ yo te vi partir./ Quiero en tus manos abiertas buscar mi camino/ y que te sientas mujer solamente conmigo./ Hoy tengo ganas de ti./ Hoy tengo ganas de ti./ Quiero apagar en tus labios la sed de mi alma/ y descubrir el amor juntos cada mañana” (“Hoy tengo ganas de ti”, del álbum Autorretrato, 1975). Esta herida narcisista que las canciones de Gallardo cantan con énfasis vocal, donde el timbre de voz lo es todo, de cursilería controlada pero siempre presente, llega a un momento culminante cuando el amor contrariado incorpora un acento trágico que no logra disminuir la redención que sólo se logra a través del sufrimiento; el otro que adquiere la propiedad amorosa del objeto amado-mujer es el hermano y esta referencia vaga en la canción “Otro ocupa mi lugar” complejiza, sin traicionar, su condición melodramática: “Fui/ tu gran amor,/ tu eco y tu voz,/ tu amanecer,/ el compañero de tu ayer./ Te di/ mi alma y mi hogar,/ mi juventud,/ mi soledad./ Amé tu cuerpo, tu sonrisa, tus defectos, tus caricias./ Y ahora otro ocupa mi lugar,/ otro duerme junto a ti./ Él se lleva lo que amé,/ sin pensar que mi camino se acababa,/ que sin ti no valgo nada…/ comprender que ayer te tuve entre mis manos y ahora eres de mi hermano” (1976).

Manuel Vázquez Montalbán identifica con gran precisión la configuración cultural y política de este baladismo, a partir de la figura de Raphael, en sus brillantes crónicas recogidas en Crónica sentimental de España: “Raphael es el cantante abundante que necesitaba la España de la abundancia, la España que se sacaba los pechos del refajo y los dejaba caer sobre la balanza artística de la Europa del consumo. El abundante Raphael es una síntesis de zarzuela y teenager… Además, Raphael no compromete a nadie, porque nadie acaba de tomarse en serio los problemas que canta.”


Julio Iglesias, Raphael y Camilo Sesto

En la figura de Raphael se sintetizan los alcances políticos directos de la balada romántica española y su condición de cantante de la dictadura de Franco lo convierten en el emblema casi absoluto de la relación entre emocionalidad y régimen político. A la esposa de el Caudillo Franco le gusta que Raphael amenice las funciones de Navidad en el Teatro Calderón; era el “niño bonito del franquismo”. Sin embargo, este no es el único rasgo que entraña la complejidad de Raphael. Su evocación amorosa es soberanamente telúrica, su ambigüedad sexual es inducida por una desafiante puesta en escena ante los prejuicios homofóbicos de la época. Raphael mercantiliza el impacto de esta ambigüedad, su desbordamiento emocional es teatral y le imprime a la balada romántica uno de sus momentos más intensos como expresión desbordada de los sentimientos: “Yo…/ te amo con la fuerza de los mares./ Yo…/ te amo con el ímpetu del viento./ Yo…/ te amo en la distancia y en el tiempo./ Yo…/ te amo con mi alma y con mi carne./ Yo…/ te amo como el niño a su mañana./ Yo…/ te amo como el hombre a su recuerdo…/ Yo…/ te amo de una forma sobrehumana” (“Como yo te amo”, compositor: Manuel Alejandro, del álbum Y sigo mi camino, 1980).

Con aliento totalizador, Raphael se echa sobre sus espaldas al amor mismo en su concepción melodramática y, lejos de salvarlo de las garras de cualquier tragedia consumada, que pudiera obligar a abandonar el régimen imperante del sentimentalismo amoroso, lo deja listo para ser evocado hasta el hartazgo como erupción sin precedentes en el paisaje emocional de finales del siglo XX en Iberoamérica.

La maldita primavera de la balada romántica en México

La emergencia de la balada romántica en México está marcada por la necesidad autoritaria de sembrar sentimientos nobles en un país que acaba de ser testigo a medias de dos matanzas de estudiantes, que quieren olvidarse por decreto. Los estudiantes asesinados por el régimen en Tlatelolco en 1968 y por el halconazo de 1971 son motivo para exigir al menos un cambio de sensibilidad cultural. Este cambio puede ser visto ahora como el inicio de la lenta agonía del viejo sistema de alianzas políticas y culturales surgido de la Revolución mexicana. El baladismo en México de los años setenta se encarga también de conducir el proceso de modernización emocional, que reclama signos más complejos dentro de lo estructuralmente permitido.


Roberto Carlos

Sobre el ímpetu homogeneizador de la balada romántica y su avalancha de utopías cotidianas, José Joaquín Blanco afirma: “Todas las canciones son iguales: cuentos de hadas del amor, ensoñaciones cursis y delirantes del sentimiento y del erotismo… El baladismo es un humanismo: en las canciones la gente no es fea ni panzona, desconoce el mal aliento y el pie de atleta, y se comporta aristocráticamente, es decir: no saca a colación vulgaridades como la renta, las deudas, el odio al capataz oficinesco…”

Una poderosa imagen que inaugura la nueva época y al mismo tiempo liquida la inocencia y candidez emocional de los años sesenta es la del joven José José cantando “El triste”, de Roberto Cantoral, en la final del Festival OTI de 1970. “José José empezó a cantarle ya no a mi Novia Popotitos ni a un chico Ye-Yé sino a una –¡oh!– amante… Con José José la canción se puso caliente; tardó algunos años para romper convenciones –y ya que otros (los españoles, sobre todo) se habían puesto más explícitos–, pero desde un principio mostraba que el mercado exigía una sexualidad más moderna, incluso agresiva, y a la vez decente, y siempre romántica”, anota el mismo José Joaquín Blanco.

José José es la muralla de la época, el signo de la desbandada romántica, el que desde su condición de intérprete de la totalidad del amor introduce modulaciones trascendentales a sentimientos básicos como el miedo a los prejuicios más agresivos de la época, el entusiasmo saturado de candor, la venganza sentimental, las frustraciones en la gran ciudad, la lástima y la ternura lacrimosas, siempre desde la perspectiva del que sacraliza las pasiones para darle un espacio de redención a la figura del “amante”. José José también es telúrico y su enunciación volcánica refuerza una sinceridad desgarrada; no la del cinismo del que engaña sino la del hombre derrotado por su propio destino, aquél que fue “de todo y sin medida”. Después de él vienen todos. Juan Gabriel, Emmanuel, Napoleón, y así se suceden en el juego de tronos de las décadas de los ochenta y noventa: Luis Miguel, Mijares, Alejandro Fernández, Marco Antonio Solís, Joan Sebastian, entre una lista infinita de figuras románticas con destinos sellados también por la televisión comercial y la cultura de masas.

Destaca en este cuadro de unificación sentimental lo que se podría entender como el inicio mediático de la inversión emocional y cuasi ideológica del machismo en México. Lupita D’Alessio encabeza la avanzada sentimental que no logra romper los límites del patriarcalismo, pero sí modernizar el yugo femenino al darle una apariencia de cierta libertad emocional. Esto coincide con la segunda oleada del feminismo en México.

Al separar drásticamente el ámbito emocional femenino de la redención misógina de las baladas cantadas por hombres, se adquiere un espacio de enunciación propio para las cantantes mujeres. Sin ser todavía una abierta batalla romántica entre géneros, la balada cantada por mujeres en los años setenta y ochenta reclama un ámbito de libertad que en ningún caso es emancipación; más bien dulcifica estereotipadamente las emociones con cierta actitud también volcánica.

En 1971, Lupita D’Alessio canta: “Cenicienta, buenas noches,/ Cenicienta…/ son las doce de la noche en tu reloj,/ el encanto se acabó/ tu pareja se perdió.” Tal parece que la D´Alessio anuncia, con el uso candoroso de esta fábula romántica de una Cenicienta post-matanza de Tlatelolco, la liquidación de la era de la candidez al estilo Angélica María (“A dónde va nuestro amor,/ cariño mío”). La novia de México es relevada generacionalmente por la amante despechada cuya representación es la de una “leona dormida”. La década plena de esta transformación sentimental es la de los años ochenta. Desde cierto tremendismo exaltado, Lupita D’Alessio registra este cambio de época cuyo emblema es la madurez y la “revolución” de la intimidad que deja la separación: “Hoy voy a cambiar,/ revisar bien mis maletas/ y sacar mis sentimientos/ y resentimientos todos./ Hacer limpieza al armario,/ borrar rencores de antaño/ y angustias que hubo en mi mente/ para no sufrir por cosas tan pequeñitas./ Dejar de ser niña para ser mujer.” “Mudanzas” (1981) es el himno popular a la mano para expresar precisamente la mudanza del enfoque de género en el registro mediático de la balada romántica.

Otra figura que consolida esta irrupción de las cantantes mexicanas en la época de oro del baladismo es sin duda Yuri. Su versión en español de la canción “Maledetta primavera”, de la cantante italiana Loretta Goggi, le permite nombrar, con pudor todavía mediático que coincide con su imagen de joven atrevida pero inocente, un gesto que alcanza a expresar un deseo erótico y sexual en voz alta con escena cuasi de cama, sin romper con el sistema de prohibiciones propias de la vida “como Dios manda” y sin atentar directamente contra cierta castidad que poco a poco se desfonda con los años y en la intimidad de la voz femenina que canta: “… dulce embustera/ la maldita primavera/ que queda de un sueño erótico si/ de repente me despierto y te has ido/ siento el vacío de ti/ me desespero/ como si el amor doliera/ y aunque no quiera/ sin quererlo pienso en ti./ Si/ para enamorarme ahora/ volverá a mí/ la maldita primavera/ que importa si/ para enamorarme basta una hora/ pasa ligera/ la maldita primavera/ pasa ligera/ me hace daño sólo a mí.” (“Maldita primavera”, 1982).

La balada romántica como integración sentimental

Sin lugar a dudas, la balada romántica de los años setenta y ochenta ha sido uno de los elementos claves para el proceso que Jesús Martín-Barbero identifica como la “integración sentimental latinoamericana”. Es el comienzo de un fuerte proceso de mercantilización de los sentimientos y de diversificación a gran escala de los productos propios del melodrama (baladas y telenovelas); es la danza de las personalidades (cantantes y actores) que paulatinamente se van despojando de lo innecesario en la industrialización global del espectáculo melodramático: en nombre de este crecimiento desmesurado, pierden ciertos rasgos y capacidades artísticas para privilegiar lo estrictamente “vendible”. Se cae en la trampa de afirmar que todo pasado melodramático fue mejor. El capitalismo del melodrama latinoamericano termina de desbordar lo nacional y paulatinamente genera la ilusión de que es nuestra gran industria transnacional –junto con el narcotráfico, se dice en ocasiones con cierto chovinismo extraviado. En todos los países latinoamericanos se escenifica y crece vertiginosamente la balada romántica, esta variable musical del melodrama y, por momentos, parece irreversible su presencia casi asfixiante en los mass media.

¿Quiénes son algunos de los mártires fundadores de la balada romántica en América Latina? En Argentina: Leo Dan, Sandro de América, Palito Ortega, Diego Verdaguer. En Brasil: Roberto Carlos, Nelson Ned, que para integrarse al gran mercado latinoamericano tienen que cantar también en español y no sólo en portugués. En Chile: Lucho Gatica, Los Ángeles Negros. En Venezuela: José Luis Rodríguez el Puma, Los Terrícolas.

La balada romántica de los años setenta y ochenta, su impacto arrasador y su modernización de los sentimientos populares estrictamente mediáticos, son parte de nuestra historia emocional contemporánea. Una historia que también nos habla indirectamente de los efectos que dejan en nuestras sociedades los sistemas culturales y políticos más autoritarios. Es el registro de una transformación emocional que fue interpretada de manera desbordada, siempre con el pudor propio de una época rigurosamente melodramática o con una ausencia profunda de sentimientos genuinamente trágicos.