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Adiós, papá grande
Las herencias de Gabo
E

s un lugar común pero es cierto: Gabriel García Marquez murió, ya inmortal, a los 87 años, con más de 20 millones de copias vendidas de Cien años de soledad. Son varias las herencias que nos dejó:

1) Una prosa magnética capaz de atrapar a cualquier lector por la sonoridad del idioma y por las potentes imágenes que surgen de sus libros: pienso, por ejemplo, en aquella donde Remedios Buendía asciende al cielo, o en esa otra en la que las mariposas amarillas parecen multiplicarse mientras aletean. ¿Y cómo olvidar aquella mujer de senos atónitos o el niño con cola de cerdo? Algunas de estas imágenes me las refieren lectores de otros idiomas y distintas tradiciones literarias, y corroboran la sentencia de García Márquez de que la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre.

2) La prueba, con su obra, de que el periodismo es literatura. Para él la crónica fue el cuento de la verdad y sus personajes de carne y hueso en nada desmerecían de los de sus libros de ficción.

3) La certeza de que la gramática que no se simplifica termina simplificándonos a nosotros.

4) Que la patria de un escritor de genio, además del idioma, son los amigos. Él siempre fue amigo de sus amigos.

En muchos años, cuando el pavoroso remolino de polvo y escombros de nuestros días haya cesado y esta ciudad de espejos o espejismos haya sido desterrada de la memoria de los hombres, nuevos lectores seguirán magnetizados por la prosa del autor de Cien años de soledad.

No recordarán quién gobernaba en su país ni en el México que lo adoptó en sus últimos años, ni se imaginarán siquiera la vocecillas de los maledicentes que quisieron treparse a su fama para adquirir notoriedad, ni de sus lectores que tuvimos el privilegio de ser sus contemporáneos.