19 de abril de 2014     Número 79

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Testimonio de una mujer citadina que encuentra su destino en el campo

Aída Real, coordinadora
del Huerto Romita*

Una mujer joven con residencia en la Ciudad de México, con una carrera universitaria y un futuro prometedor en el mundo de la publicidad y la mercadotecnia, decidió voltear su mirada hacia el campo y, sin siquiera salir de la urbe, comenzó a cultivar sus alimentos, pero no sólo eso, se capacitó en las técnicas de agricultura urbana y puso punto final a su actividad en la publicidad. Hoy ella es feliz instruyendo a otras y otros sobre la producción de alimentos.

Se trata de Aída Real, coordinadora del Huerto Romita y co-directora de Colmena: Educación-Nutrición-Ecología, una empresa social orientada a la enseñanza a niños y jóvenes en huertos escolares.

He aquí su relato de vida: “Crecí en un campo, en el bosque (frente al Lago de Guadalupe) y en provincia; siempre estuve cercana a la naturaleza. En la familia había tierras de cultivo, entonces crecí criando codornices, patos, caballos… Teníamos frutales. A mí me tocaba ir por los huevos de codorniz y bajar las ciruelas. Vine a vivir a la ciudad en 1999 y no me he ido. Después de la preparatoria, estuve trabajando en publicidad e hice mi carrera (de administración de empresas); me di cuenta que ni la carrera ni el trabajo que tenía era lo que a mí me llenaba y me satisfacía. Trabajé en publicidad muchos años, después me especialicé en marketing social y de allí emigré a ser consultora en responsabilidad social; justamente, mi último trabajo formal fue desarrollar programas ambientales y de equidad de género y laboral. Durante esa etapa de consultoría, empecé a hacer investigación y publicaciones en una revista sobre diferentes temas relacionados con sustentabilidad y responsabilidad y me topé con la producción de alimentos en las ciudades. Al investigar sobre naturación de azoteas verdes en México, encontré que había una información minúscula, en realidad nada sustentado, en todas partes aparecía que había 10 mil hectáreas en toda la República de naturación y cuando buscaba más, no encontraba.

“Eso fue en el 2006 o 2007, cuando en otros países, como Alemania, Canadá y sobre todo Cuba, había y hay un trabajo importante de integración del campo en la ciudad. Entonces cuando me di cuenta de la oportunidad que teníamos como país, decidí personalmente hacerlo, integrarlo en mi vida diaria, empecé a hacer composta, tomé talleres, primero de hidroponía y luego de otras técnicas más guiadas con la permacultura. De repente me vi envuelta en un mundo que sí me gustaba, que sí quería y que siempre me había gustado. Como que hay quienes tenemos esa celulita de ADN de ayudar a otros, y en la etapa de consultoría de la cuestión social, hice trabajo de voluntaria en muchísimas cosas, y me parecía una forma ideal para aportar algo. Entonces, en 2009 conocí la organización Sembradores Urbanos, que nació en 2007 y que fundó el Huerto Romita. Este Huerto fue un laboratorio al inicio y un centro de capacitación y tenía un programa de voluntarios. No perdí tiempo y apliqué para trabajar como voluntaria, en realidad se trataba de ser aprendiz, pues se intercambiaba trabajo por capacitación en agricultura y permacultura urbana en ciclos de seis meses. Antes de terminar mi ciclo empecé a facilitar talleres. Mi principal descubrimiento fue esta gracia de estar enfrente de un público y me encanta enseñar lo que sé y compartir lo que sé. Hacían falta manos para seguir enseñando. Poco después Sembradores Urbanos se disolvió y me quedé a cargo de la gestión del Huerto. Desarrollé un programa de cultura y educación ambiental dentro de una fundación que creamos, denominada A Cada Uno y de esta forma el Huerto se pudo mantener como un espacio público cumpliendo los más recientes ordenamientos de la Delegación Cuauhtémoc. Entonces desde 2013 el Huerto es un proyecto de este programa que la fundación acoge para darle una estructura más legal.

El Huerto Romita ahora es un centro demostrativo, pero se ha mantenido gracias al trabajo de los voluntarios. Es un centro de operaciones, de aquí salen muchos proyectos, trabajamos con la iniciativa privada y con instancias públicas. Hacemos dos o tres proyectos grandes de capacitación corporativa. El año pasado hicimos uno grande de un huerto comunitario en Iztapalapa, dirigido por Cemex y por el Tecnológico de Monterrey. Con el ISSSTE se hizo una capacitación de unos cinco meses para el personal con temas agrícolas y otros, como: huella ecológica, consumo responsable, elaboración de composta y cómo producir tus alimentos; tuvimos una feria enfocada a consumo responsable, e hicimos instalaciones en 33 estancias infantiles del ISSSTE. El trabajo de manos voluntarias que provee el Huerto es altísimo, tan sólo lo de 2013 vale alrededor de medio millón de pesos, medido como salario mínimo en el DF.

“Hace 15 meses, junto con Carolina Lukac y Fabienne Ginon, que también están en el Huerto Romita, y que son mis socias, emprendimos una organización, Colmena, que se dedica a huertos escolares. Aplicamos una metodología que integra tres ejes: educación, nutrición y ecología, orientada a niños en kínder, primaria y secundaria, de escuelas tanto públicas como privadas. Tenemos cuatro escuelas trabajando con un programa de ciclo escolar. A nosotras nos contratan, damos clases a los niños, formamos a los maestros, se instalan los huertos y se da mantenimiento a los huertos. Nuestra intención es irnos a más escuelas públicas. Desde hace un año y en forma voluntaria, estamos trabajando con una escuela pública muy grande que está en Cuajimalpa. Llevamos unos dos meses desarrollando un proyecto que implicaría tres años en esa escuela. Proponemos que nuestro trabajo sea mínimo de tres años en cada escuela para que puedan entender cómo funciona, y la intención es que las escuelas se vuelvan ciento por ciento independientes en el control y manejo de estos huertos. Esta metodología está tropicalizada a México, pero es algo que existe desde hace muchos años en otros países, donde es normal que haya un huerto en una escuela; es una extensión del salón de clases pero al aire libre.

“Es muy importante traer el campo a los niños urbanos, que nunca han estado en contacto con la naturaleza y no saben de dónde viene la comida y desconocen los ciclos biológicos. Desafortunadamente, escuchamos comentarios tales como ‘los jitomates vienen del súper’ o ‘las zanahorias salen del árbol’, que parecen graciosos, pero que son un problema importante. Si un niño no está vinculado con sus alimentos, sus caminos a futuro no son positivos. Pero si los niños se conectan con la naturaleza, sabrán de dónde provienen sus alimentos, cómo es el ciclo, y serán jóvenes y adultos responsables con el medio ambiente y más sanos.

“Del total de las personas que entran como voluntarias/aprendices al Huerto Romita, 80 por ciento son mujeres, son de todas las edades. Es una cuestión de raíces. La agricultura fue creada por la mano de la mujer; la caza, por el hombre. Las mujeres se quedaban en casa y sembraban, hay una conexión más grande de ellas para trabajar con la tierra. El aprender a hacer proyectos productivos con el huerto (por ejemplo con hierbas secas o conservas) es una opción de ingreso para la mujer, o como actividad alterna; puede ser un autoempleo. Hay una sensibilidad más abierta de la mujer para las labores agrícolas, eso no quiere decir que los hombres no lo puedan hacer. A mí me da mucho gusto ver que cada vez más hombres y jóvenes se acercan a participar y trabajar.

“Por otro lado, aunque no es tendencia, sí resulta notorio que los aprendices, sobre todo mujeres, afirman que no les gusta lo que hacen (su trabajo, profesión) y quieren cambiar. Me identifico mucho con ellas. El 80 por ciento de las que dicen ‘no me gusta lo que hago y quiero cambiar’, estaban haciendo mercadotecnia o publicidad, y es que esa actividad está toda enfocada al consumo, es muy masiva y superficial; cuando una comunica cosas que no comparte o que no entran en los valores propios, se siente frustrada.

“De los voluntarios, hay quienes al terminar su aprendizaje, se van a practicar a la agricultura a Chiapas o a Mérida o a cualquier otro lugar. Casi siempre lo que ocurre es que ya no quieren estar en la ciudad y se van al campo, tal cual, a aprender o a vivir y empezar su práctica personal. Algunos más se quedan a trabajar con nosotros, dejan de ser aprendices y se convierten en colaboradores, lo cual implica responsabilidades y participación en proyectos. Además del trabajo de capacitación corporativa, damos servicios de instalación de huertos a domicilio; cuando la personas no pueden asistir a los talleres que impartimos, vamos a sus casas y hacemos toda la parafernalia de llevar el huerto a su casa. Valoramos mucho que los aprendices permanezcan y hagan una carrera. Yo vivo de esto y mi socias viven de esto y vivimos bien, sí se puede. (LER)

*El Huerto Romita se ubica en el Callejón Durango s/n, esquina Plaza Romita, colonia Roma Norte, México, DF, 06700.


Afromexicanas: invisibilidad
y racismo estructural

Mijane Jiménez y Beatriz Amaro Red de Mujeres Jóvenes Indígenas Afromexicanas / Red de Mujeres de la Costa Chica / Movimiento Nacional Afromexicano

A pesar de estar ampliamente documentada la entrada de esclavos de origen africano a México en tiempos de la Colonia, las poblaciones afrodescendientes han sido sistemáticamente negadas como consecuencia de la exaltación del pasado indígena y del mestizaje en la construcción de la identidad nacional. Se estima que durante el virreinato llegaron a México alrededor de 250 mil personas esclavizadas provenientes de diversas partes de África, y que actualmente unos 400 mil afrodescendientes habitamos en el país, pero no hay cifras exactas que den cuenta de manera visible de nuestra presencia.

Es en la Costa Chica, que va desde Acapulco en Guerrero, hasta Puerto Escondido, Oaxaca, donde se asientan la mayoría de las comunidades negras, separadas por la frontera estatal pero hermanadas por el origen étnico y cultural. Allí predominan comunidades con alto grado de marginación, sin servicios básicos de calidad ni fuentes de empleo o acceso a oportunidades reales de desarrollo y víctimas constantes de desastres naturales.

Oaxaca cuenta con un reciente pero limitado reconocimiento constitucional como Pueblo Afromexicano, que no ha derivado aún en políticas públicas específicas. Por otro lado, la Secretaría de Asuntos Indígenas del estado trabaja una iniciativa de ley más completa que nos reconoce como Pueblo Negro Afromexicano, con la negritud entendida como cultura y no sólo como color de piel; misma que defendemos puesto que deriva de una consulta y diversos ejercicios hechos por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En este estado existen 17 municipios con presencia afromexicana, 12 de los cuales se encuentran en la Costa Chica con 78 comunidades que se autoadscriben como afrodescendientes, según encuesta de la CDI. Los cinco restantes se localizan en las regiones de la Cañada, la Cuenca y el Istmo.

En Guerrero por su parte, los asentamientos de población afro se encuentran en los municipios de Azoyú, Cuajinicuilapa, Copala, Cuautepec, Igualapa, Juchitán, Marquelia, Ometepec, San Marcos y Florencio Villarreal, todos pertenecientes a la región de la Costa Chica.

Es en esta invisibilidad y racismo estructural que las mujeres afromexicanas enfrentamos discriminación por género, pobreza y estigmas raciales. El principal estigma es relativo a la sexualidad, por múltiples prejuicios hacia las mujeres negras que tienen que ver con su híper sexualización. Si bien la edad promedio para el matrimonio o unión conyugal en las mujeres es de 17 años, se dan casos de niñas de 13 o 14 dadas en matrimonio; esto tiene más que ver con las condiciones sociales y culturales, que con nuestra “genética híper sexual”. Aún ahora a las mujeres negras se nos sigue exigiendo la virginidad como condicionante para el matrimonio. Cuando una mujer lo es, suenan las cámaras como señal de júbilo, de lo contrario es exhibida y se le niega el estatus de esposa.

El color de piel es otro estigma con el que las mujeres afros cargamos. La “negra”, la “prieta”… son adjetivos comunes con los que tenemos que convivir, que son utilizados para mofarse de nosotras. Asimismo, en la cultura popular mexicana existen chistes, canciones y representaciones de nosotras que nos subvaloran y discriminan. Cómo olvidar lo dicho por el ex presidente Vicente Fox, cuando se refirió a los malos tratos que los mexicanos migrantes reciben en Estados Unidos: “hacen los trabajos que ni los negros quieren hacer”. No pensó que en México, muy a su pesar, también existen poblaciones negras.

Por otro lado, en lo que respecta a políticas públicas específicas para poblaciones afrodescendientes, la primera limitante que se nos presenta es que no somos reconocidas como pueblos originarios. Además, constantemente tenemos que disfrazar nuestra condición de afromexicanas como indígenas para lograr tener acceso a recursos otorgados por el Estado, situación que en muchas ocasiones se frena puesto que no hablamos ninguna lengua indígena.

En suma, los pueblos afrodescendientes y, en particular las mujeres, somos prácticamente invisibles. La muestra no es sólo la ausencia de políticas públicas dirigidas a este sector, pues tales políticas serían apenas un indicador de reconocimiento de nuestra presencia. Más que todo, es evidente que la negación de los afros como población originaria parte de la vida pública, social y cultural de México y tiene que ver con la fundamentada idea de que en este país no hay “negros”, puesto que somos una nación formalmente mestiza. Las mujeres afrodescendientes padecemos múltiples violencias y opresiones, tanto por la condición de mujeres, como por nuestra situación económica y social. Si a esto sumamos el color de piel, nos encontramos con que las mujeres negras son las más invisibles dentro de los invisibles. Esta situación evidencia un racismo estructural que nuestra sociedad está aún muy lejos de superar.

Distrito Federal

Campesinas de Tláhuac:
reconquistando la voz y la memoria

Katia Leyte Chávez
Lesbiana feminista indígena originaria de Tláhuac, con licenciatura en Estudios Latinoamericanos


FOTO: Katia Leyte

No es fácil ser mujer originaria dentro del Distrito Federal, pues existe un silenciamiento secular hacia las mujeres campesinas del valle de Anáhuac. No son consideradas urbanas pero tampoco indígenas, y han quedado en un abismo de marginación social y desprecio hacia sus modos de vida, artes y tradiciones ligadas a la tierra.

En defensa de la tierra. Cuando en 2006 se anunció que la Línea 12 del Metro se construiría sobre las tierras de Tláhuac como parte del Plan Verde, las mujeres de Zapotitlán advertían con coraje que el legado sagrado de sus antepasados se vendría abajo. La condena era tácita, no era más que una nueva colonización.

Los grandes empresarios arrasarían desde Tláhuac hasta Xochimilco y Milpa Alta, cuya vocación agrícola y forestal es de suma importancia ecológica para el Distrito Federal. Destruirían milpas, chinampas, cerros, humedales, bosques y modos de vida sanos, y finalmente se irían con sus billetes muy tranquilos.

Ante esto, las mujeres de San Pedro Tláhuac también alzaron la voz, y congregadas en la explanada delegacional por el asesinato del campesino Manuel Cadena, hicieron un llamado histórico a todas las mujeres para luchar: “Somos mujeres, somos fuertes, podemos luchar por el futuro de nuestros hijos”. Mientras tanto, en Tlaltenco se reunían las “mujeres cabronas” y una preguntaba: ¿dónde están esos machos de por aquí, que presumen de sus pistolas en el carnaval, dónde están para defender las tierras?

En una ocasión, las mujeres hicieron una cadena humana a la entrada del pueblo, bloqueando el paso a los granaderos y haciendo frente a la intimidación. Con dicha presión y fuerza, los funcionarios tuvieron que detenerse en su agresión…

Desde Santa Catarina a Mixquic, las mujeres campesinas de Tláhuac han buscado hacerse oír ante el golpe artero del Estado, que no acabó con la inauguración de la Línea 12 del Metro, sino que avanza por medio de toda la mega urbanización de la región sur del Distrito Federal. Por ello han hecho foros, mantas, marchas, volanteo, tianguis artesanales y mítines; aprendieron a no tener miedo, a cuestionar y a apoyar con acopio a la lucha.

Frecuentemente, han sido las ejidatarias las que no quieren vender la tierra, entienden más sobre su valor, su costo en vidas humanas y del esfuerzo por mantenerlas, a diferencia de muchos hombres que la venden. Ellas apuntan hacia acciones por la defensa de lo colectivo y no hacia el discurso, para muestra los amparos legales interpuestos principalmente por dos mujeres, uno en defensa del ejido de Tlaltenco y otro por la Sierra de Santa Catarina.

Las barreras de la tradición. No es nada fácil actuar políticamente dentro de un pueblo con una carga religiosa importante y con muchos prejuicios machistas. A las mujeres les está prohibido veladamente el derecho a la participación política, ya que es fácil minusvalorar sus opiniones y posiciones políticas. No es grato escuchar las habladurías de que deberían estar en casa haciendo las labores domésticas en lugar de salir a la calle o que sólo andan ahí de mitoteras buscando un “hueso”.

Tampoco dentro de la resistencia es sencillo. Se enfrentan a la burla e indiferencia de los hombres hacia las diversas propuestas políticas y acciones que ellas llevan a cabo. El protagonismo de ellos y la resultante invisibilización del trabajo de resistencia de las mujeres, más la sobrecarga de tareas, son algunos de los problemas que enfrentan al alzar la voz.

Son las mujeres quienes han tomado las escuelas para luchar contra la reforma educativa y rechazar los cobros inminentes. En fechas recientes las madres de familia se han congregado afuera de las primarias y secundarias de sus hijas e hijos, se han articulado y han reconocido su fuerza como mujeres.

Son ellas las que exigen una respuesta clara a los directivos de las escuelas y a los gobiernos sobre las afectaciones de esta reforma, resguardan las escuelas y denuncian que el gobierno no les está dejando otra que prostituirse para poder pagar la escuela de sus hijos. Y aun cuando los granaderos han golpeado a las mamás de Xochimilco que se oponían a la reapertura de las escuelas, en Tláhuac tampoco se han dado por vencidas.

En Tláhuac también existimos feministas, quienes hemos luchado junto a las ejidatarias y madres de familia. Nuestro feminismo es una apuesta por rescatar la rebeldía de nuestras antepasadas y rearticular a las mujeres ante la violencia creciente.

Hemos elaborado un libro de cocina tradicional y damos talleres de feminismo indígena y arte popular, buscando repensar nuestro lugar en el mundo. Además visibilizamos la existencia de mujeres lesbianas dentro de los pueblos. Ganar la simpatía de las mujeres de la comunidad es lo que más satisfechas nos hace sentir.

 
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