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Gabo y el bloqueo a Cuba

A este país se lo llevó el carajo

La bomba atómica no duele

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Gabriel García Márquez y el ex presidente cubano Fidel Castro, en La HabanaFoto Cubadebate
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ás de medio siglo ha transcurrido desde que el gobierno de Estados Unidos impuso el brutal bloqueo a Cuba. A partir de 1993, en la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU), la comunidad internacional ha condenado en 20 ocasiones consecutivas no sólo la artera acción de la Casa Blanca, sino su enferma decisión de mantenerla.

En octubre de 2013, cuando en la Asamblea General de la ONU de nueva cuenta se abordó el tema, el canciller cubano, Bruno Rodríguez, denunció que los daños humanos causados por el bloqueo económico, comercial y financiero impuestos por Estados Unidos contra Cuba son incalculables. Provoca sufrimientos y constituye una violación masiva, flagrante y sistemática de los derechos humanos.

Detalló que los daños económicos acumulados después de medio siglo como resultado de la aplicación del bloqueo suman un billón 126 mil millones de dólares. El bloqueo es un acto de genocidio y de guerra económica contrario a las leyes internacionales. En ese periodo, 76 por ciento de los cubanos ha vivido bajo los efectos devastadores del bloqueo desde que nacieron. Durante el gobierno del presidente Obama el bloqueo se ha recrudecido, en particular en el sector financiero. ¿Qué se gana con la inercia de una política vieja, obsoleta, propia de la confrontación bipolar, enferma y éticamente inaceptable, que no ha funcionado durante 50 años?

Gabriel García Márquez fue testigo del bloqueo y sus efectos. Su reciente fallecimiento invita a retomar una de sus maravillosas crónicas periodísticas sobre el tema (*), que se reproduce para deleite de los lectores:

“Yo tomé conciencia del bloqueo de una manera brutal, pero a la vez un poco lírica, como había tomado conciencia de casi todo en la vida. Después de una noche de trabajo en la oficina de Prensa Latina, me fui solo y medio entorpecido en busca de algo para comer. Estaba amaneciendo. El mar tenía un humor tranquilo y una brecha anaranjada lo separaba del cielo en el horizonte.

“Caminé por el centro de la avenida de- sierta, contra el viento de salitre del malecón, buscando algún lugar abierto para comer, bajo las arcadas de piedras carcomidas y rezumantes de la ciudad vieja. Por fin, encontré una fonda con la cortina metálica cerrada, pero sin candado, y traté de levantarla para entrar, porque dentro había luz y un hombre estaba lustrando los vasos en el mostrador.

“Apenas lo había intentado cuando sentí a mis espaldas el ruido inconfundible del cerrojo de un fusil al ser montado y una voz de mujer, muy dulce pero resuelta: quieto compañero, dijo; levanta las manos. Era una aparición en la bruma del amanecer. Tenía un semblante muy bello, con el pelo amarrado en la nuca como una cola de caballo y la camisa de miliciana ensopada por el viento del mar. Estaba asustada, sin duda, pero tenía los tacones separados y bien establecidos en la tierra y agarraba el fusil como un soldado.

“Tengo hambre, le dije. Tal vez lo dije con demasiada convicción, porque sólo entonces comprendió que yo no había tratado de entrar en la fonda a la fuerza y su desconfianza se convirtió en lástima: Es muy tarde, dijo.

“Al contrario, le repliqué; el problema es que es demasiado temprano; lo que quiero es desayunar.

“Entonces, hizo señas hacia adentro por el cristal y convenció al hombre de que me sirviera algo, aunque faltaban dos horas para abrir. Pedí huevos fritos con jamón, café con leche y pan con mantequilla y un jugo fresco de cualquier fruta.

“El hombre me dijo, con una precisión sospechosa, que no había huevos ni jamón desde hacía una semana, ni leche desde hacía tres días, y que lo único que podía servirme era una taza de café negro y pan sin mantequilla y, si acaso, un poco de macarrones recalentados de la noche anterior.

“Sorprendido, le pregunté qué estaba pasando con las cosas de comer y mi sorpresa era tan inocente, que entonces fue él quien se sintió sorprendido: No pasa nada –me dijo–, nada más que a este país se lo llevó el carajo.

“No era enemigo de la Revolución, como lo imaginé al principio. Por el contrario, era el último de una familia de once personas que se había fugado en bloque para Miami. Había decidido quedarse. Y en efecto se quedó para siempre, pero su oficio le permitía descifrar el porvenir con elementos más reales que los de un periodista trasnochado. Pensaba que antes de tres meses tendría que cerrar la fonda por falta de comida, pero no le importaba mucho porque ya tenía planes muy bien definidos para su futuro personal.

“Su pronóstico fue certero. El 12 de marzo de 1962, cuando ya habían transcurrido 322 días desde el principio del bloqueo, se impuso el racionamiento drástico de las cosas de comer.

“Se asignó a cada adulto una ración mensual de tres libras de carne, una de pescado, una de pollo, seis de arroz, dos de manteca, una y media de frijoles, cuatro onzas de mantequilla y cinco huevos. Era una ración calculada para que cada cubano consumiera una cantidad normal de calorías diarias. Había raciones especiales para los niños, según la edad, y todos los menores de 14 años tenían derecho a un litro de leche diaria.

“Más tarde empezaron a faltar los clavos, los detergentes, los focos y otros muchos artículos de urgencias domésticas, y el problema de las autoridades no era reglamentarlo, sino conseguirlo. Lo más admirable era comprobar hasta qué punto aquella escasez impuesta por el enemigo iba acendrando la moral social.

“El mismo año en que se estableció el racionamiento, ocurrió la llamada crisis de octubre, que el historiador inglés Thomas ha calificado como la más grave de la historia de la humanidad, y la inmensa mayoría del pueblo cubano se mantuvo en estado de alerta durante un mes, inmóviles, en sus sitios de combate, hasta que el peligro pareció conjurado y dispuesto a enfrentarse a la bomba atómica con escopetas. En medio de aquella movilización masiva, que hubiera bastado para desquiciar a cualquier economía bien asentada, la producción industrial alcanzó cifras insólitas, se terminó el ausentismo en las fábricas y se sortearon obstáculos que en circunstancias menos dramáticas hubieran sido fatales.

“Una telefonista de Nueva York le dijo en esa ocasión a una colega cubana que en Estados Unidos estaban muy asustados por lo que pudiera ocurrir.

“En cambio aquí estamos muy tranquilos –replicó la cubana–; al fin y al cabo, la bomba atómica no duele.”

(*)Gabriel García Márquez: La vida cotidiana en Cuba durante el bloqueo. Del disco: 20 años de Revolución; Palabra de esta América. Casa de las Américas, La Habana, Cuba, 1979 (EGREM).

Twitter: @cafevega