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La inútil desigualdad
S

e fue y se fue, pero no se ha ido. Mientras haya soledad y ganas de ahuyentarla con la imaginación y el deseo, Gabriel estará con nosotros... más allá de estos primeros 100 años. Para Mercedes, nuestro cariño y un abrazo.

Según los estudios más recientes y bienvenidos, la desigualdad llega hoy a sus topes para incluso superar, o casi, la que se registrara en los inicios del siglo XX, que fueron también los del fin de la belle epoque. Así lo consigna Thomas Piketty cuya obra, El capital en el siglo XXI, recorre el mundo y conmueve seguridades y creencias.

Con la Primera Guerra y sus subsecuentes dislocaciones históricas y sociales, el fin de los grandes imperios, la revolución rusa y el rediseño del mapa europeo, da principio una serie de cambios que habría de desembocar no sólo en tremendas transformaciones, sino en todo un cambio de época, como puede estar ocurriendo hoy de nuevo.

Uno de los signos de que esta nueva era se abría paso a través de la Gran Depresión, el ascenso de las nuevas formas totalitarias que, de los fascismos al estalinismo, pregonaban la revolución total de la sociedad y de la historia, fue la redistribución social, de ingresos, accesos y oportunidades, que se cimentó con los estados de bienestar de la segunda posguerra y la extensión del New Deal rooseveltiano. Una época distinta, mejor y llena de promesas parecía irrumpir en el panorama planetario que amanecía con la victoria aliada, la formación de las Naciones Unidas y el arranque del gran ascenso de las naciones que emergían del colonialismo o buscaban otras rutas para su propia modernidad, como ocurrió en América Latina.

La guerra fría impuso un régimen de equilibrio terrorífico, pero también creó estructuras de oportunidad para los pueblos jóvenes que pugnaban por construirse como estados nacionales o reformar las antiguas formas estatales, cuyos subsuelos habían sido conmovidos o demolidos por la gran crisis. Se buscó entonces la unidad de estos dispares protagonistas del nuevo drama global, se proclamó la existencia de un tercer mundo y el derecho al desarrollo, y desde Bandung se convoca a recrear las relaciones de poder e intercambio que dieran lugar al orden periclitado.

El destino de tales llamamientos a la acción internacional bajo el manto de la declaración de los derechos humanos de la ONU fue muy diverso, en muchos casos frustrante, pero a la vez propulsor de iniciativas e imaginaciones que pretendían ser históricas y sociológicas: ver y entender el mundo que surgía de tanta destrucción, como uno donde la complejidad evolutiva se mezclaba con la diversidad y la pluralidad de creencias, visiones y experiencias, para darle a la globalización que se recomponía una impronta cualitativamente distinta de la linealidad y verticalidad que marcaran el sistema centro-periferia estudiado por Prebisch y que a esas alturas aparecía a los ojos de todos como improductivo, horadado por las mudanzas y desplomes del periodo de entre guerras.

La desigualdad empezó a dejar de verse como mandato de la historia o requisito ineluctable de la acumulación de capital indispensable para la expansión económica. El bienestar comenzó a medirse como desarrollo (o subdesarrollo) humano, y el Estado constitucional democrático como un conjunto político institucional sustentado en un gran compromiso histórico y social, de clases, inspiraciones y ambiciones. Tal acomodo duró hasta los años 70 del siglo XX, cuando la revolución de los ricos que estudia Carlos Tello se apoderó de escenarios y mentalidades y mandó a parar.

Vino la globalización de los mercados que se veían como mundiales y unificados. Consumado tal mandato, se profetizaba, sobrevendría la democracia representativa como régimen también mundial y la historia antigua, de confrontación ideológica y de alternativas polares, llegaría a su fin.

Duró poco este falso amanecer, como lo llamara el estudioso británico John Gray. Pero bajo su influjo se puso en cuestión la conveniencia y virtud de la igualdad social; se puso por delante el triunfo de los más aptos y la codicia se volvió costumbre celebrada como virtud.

Fue el carnaval de los salvajes y el tiempo de los canallas bien vestidos, que presumieron de dominar el universo y marcarle pautas y modas, reflejos y formas de ver y entender el mundo: una ética alejada de cualquier coordenada pública se naturalizó y fue postulada como el cemento indispensable para la nueva civilización que nacía.

Esta Edad de Oro fue una ilusión y se convirtió en una utopía destructiva, como llamara Polanyi a la que se quiso imponer a fines del siglo XIX.

Todavía estamos por hacer el recuento de daños y, también, de las configuraciones novedosas que esta revolución trajo consigo y podrían servir para la reconstrucción del mundo y el inicio de otra globalización y otro desarrollo. Lo que ya está sobre la mesa es la cuestión de la desigualdad que se ha apoderado de cimas y simas del mundo y amenaza con desatar nuevas oleadas de revuelta, por un lado, pero también la extensión sin fecha de término de esta larga fase de protoestancamiento económico que se acentuara en la secuela de la Gran Recesión de 2007-2009.

Asumir la desigualdad como enemigo central a vencer no es sólo retórica, aunque no nos vendría mal un discurso renovado en torno a la injusticia social que se ha adueñado de la imaginación y la costumbre colectiva. Abatir sus índices y brechas, las distancias y los enfeudamientos que sustentan este regreso de la desigualdad, es condición sin la cual el desarrollo moderno globalizado es inconcebible como un fenómeno de larga duración, condición a la vez para que el mundo encare sus grandes desafíos de hoy y mañana: la migración en masa, camino de salvación y redención para millones; el cuidado y reproducción del entorno y en especial el enfrentamiento a las amenazas del cambio climático por medio de los recursos e instrumentos más modernos, en vez de buscar una ilusoria vuelta atrás, renunciando a la tecnología y el derecho histórico a la ciudad, la capacidad transformativa y la afirmación del gusto diverso como requisito para una vida colectiva nutrida por la diversidad en gran escala.

De esto y más debería ocuparse una agenda progresista para un nuevo curso de desarrollo para el mundo y México. La izquierda podría hacer su parte y hasta buscar ponerse a la cabeza si, en efecto, descubre la diferencia específica de su compromiso democrático, por fortuna compartido por muchos que no son ni se sienten de izquierda.

Tal especificidad está, como lo estuvo en los inicios del moderno capitalismo, en un reclamo igualitario y la demostración práctica y teórica de que la desigualdad no es el resultado fatal de ley alguna de la historia o la economía. Que, por encima de todo, es un fruto de la política y las ideas que se imponen y, por eso, pueden cambiar y ser sustituidas por otra política y otros campos conceptuales y éticos, otra forma de ver y estar en el mundo.

Y en esas estamos al terminar la Semana Mayor.