Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 20 de abril de 2014 Num: 998

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Gracias, Doris Lessing
Esther Andradi

Helena Paz Garro,
in memoriam

Vilma Fuentes

La partida de Amiri
Baraka y Leroi Jones

Juan Manuel Roca

La puerta se cerró
detrás de ti

Diego Arturo Robles Barrios

Caída de ángeles
y demonios

Antonio Rodríguez Jiménez

El imposible adiós a Georges Brassens
Rodolfo Alonso

Dos poemas/canciones
Georges Brassens

Un reality show
marciano: misión
mars one

Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

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Cada vez veo peor las letras. Cada que voy a cambiar los lentes de lectura, el grado de aumento se incrementa también, peligrosamente. A veces me pregunto hasta dónde llegará esta imposibilidad, si un día no tan lejano me convertiré en la escritora de la lupa perpetua. Me parecería normal, si no fuera porque la vida obliga a ver pantallitas: mira qué bien salió Heliodoro en esta foto, dice alguien a mitad de una reunión y saca su aparatito. Pequeño y cuadrado, con una imagen habitada por liliputienses. Los demás comensales se asoman y comentan: está un poco más gordito, se ve muy saludable, ¿dónde estaban? En Albania. Y esos árboles que se ven al fondo, ¿de qué son? De las lagunas de Huixquilucan County. ¿Y esos pájaros que vuelan atrás de sus cabezas? Mirlos asiáticos, se les nota en el pico azul con manchas. Unas manchitas diminutas con forma de estrella.

Yo no distingo nada. Para colmo, mis lentes suelen dormir en un lugar recóndito de la bolsa, que se encuentra a algunos metros del comedor; en lo que voy por ellos, la foto ya cambió, la conversación se ha mudado a otro tema y ya no viene tanto al caso tener ojos agudos. ¿Cómo era el pico de esos mirlos? ¿Alcanzaría a verlo? Ya sé que debería colgarme los lentes, pero los hilos se enredan y se tuercen; con la cadena pareces una anciana de lentes enredados y torcidos. En una librería me encontré unos de plástico de colores que te cuelgas en el cuello y después unes con imanes al montarlos en la nariz. La realidad es que uno parece marciano; si se usan por más de media hora,  el peinado se aplana y cada que nos quitamos los lentes se termina de destruir. Los usé heroicamente hasta que se rompieron. Confieso que ese día suspiré aliviada y busqué mis lentes de cajita, esos que insisten en quedarse en el bolso.

Pero no hay remedio: estás en el café y no falta el que saca su aparatito mágico, su minucia, su telefonito: ¿ya viste lo que me escribió Vicente? Qué barbaridad, exclama un ojo-rápido. ¿Y qué le contesto? Ahí puede uno pedir que le lean el mensaje, pero no tarda en aparecer la foto: aquí está con Marilina Frankfurt, en la exposición de monos australianos. ¿Y eso que se ve al fondo qué es? Es un lejanísimo cartel que dice prohibido aplaudir. Con razón, exclama la concurrencia. Confieso que a veces finjo: veo los manchones borrosos y escucho los comentarios. Más o menos me doy una idea de qué están hablando, no tengo que exiliarme de la plática para buscar los lentes en el fondo del bolso negro (bueno, estoy poniéndome un poco dramática). Hasta que un alma caritativa (o alguien que me conoce) me dice: ponte los lentes para que veas bien la mano del vecino en la ventana, ¿ya viste lo que hizo con las manos cuando pasaba el obispo?, ¿y las hormigas en el alféizar llevándose las joyas?

Sobra decir que yo también cargo mi aparatito. También grita y avisa y dice cosas en letreros microscópicos que no entiendo hasta que logro encontrar los lentes. Los lentes que no puedo usar todo el tiempo, pues chocaría con lo grande que sí distingo: a veces me gustaría que los mensajes y las fotos se proyectaran en el cielo. Yo los vería muy bien. Pero es increíble cómo se ha empequeñecido el mundo. Recuerdo un documental científico de un japonés que hace muchos años vi (sin lentes) y me pareció fascinante. Hablaba de escalas, desde lo enorme –el universo y los planetas–, hasta los seres y las partículas más microscópicos: en gran cantidad de estas escalas se podía vivir; es decir que cada una tenía algo así como sus habitantes proporcionales. Cada escala era un mundo completo.

Desde que no veo lo pequeño, tengo la impresión de haberme  mudado a un país en el que mis ojos son Gulliver. Las instrucciones de los medicamentos y las gotitas para desinfectar el agua también han disminuido considerablemente para mi vista elefantiásica. Para colmo tenemos que vivir asomados a esos objetos escandalosos e imprudentes, pues nos interrumpen a cada momento y no tenemos más remedio que permitírselo: ahora –vuelta al tema de las escalas–, cualquier llamada, mensaje o requerimiento parece ser igual de importante, todo exige mirar y contestar en el momento: traigas o no lentes, todo lo pequeño en apariencia es grande. Y grita desde los aparatitos.

Cuando mi hija pequeña era más pequeña, inventó un verbo magnífico para mirar a través de la lupa: voy a lupar, decía. Sospecho que en unos años habré llegado al grado más alto de los lentes de lectura. Entonces luparé todo el tiempo.