Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 20 de abril de 2014 Num: 998

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Gracias, Doris Lessing
Esther Andradi

Helena Paz Garro,
in memoriam

Vilma Fuentes

La partida de Amiri
Baraka y Leroi Jones

Juan Manuel Roca

La puerta se cerró
detrás de ti

Diego Arturo Robles Barrios

Caída de ángeles
y demonios

Antonio Rodríguez Jiménez

El imposible adiós a Georges Brassens
Rodolfo Alonso

Dos poemas/canciones
Georges Brassens

Un reality show
marciano: misión
mars one

Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Jorge Moch
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Twitter: @JorgeMoch

Espinita

Al hombrecillo le choca que lo critiquen, que se mofen de él, que lo ridiculicen. Le choca pero aguanta, qué remedio, porque en el oficio de reptar se le endurecen a uno las escamas del lomo. No tanto que se vuelva tortuga, pero sí lo suficiente para que la dureza de la piel aguante piquetes de tanto mosco trompetero. Siempre queda además el viejo recurso bifronte de plata o plomo. Como el plomo es en política a veces el más caro de los minerales, con plata basta. Al hombrecillo lo que realmente le revienta el ánimo y se lo vuelve avieso es ser desafiado. Eso sí que no. Quizá el hervor sanguíneo que lo aqueja de porrazo cuando alguien le planta cara le viene de la niñez, porque siempre fue, como de miras, de corta estatura y hay bajitos que lo pasan mal de párvulos, no hay respeto. Algunos encajan con astucia los vericuetos de la carrilla, pero otros crecen envenenados. Nunca falta un chaparro rencoroso, que cuando tiene poder se vuelve predeciblemente vengativo. Y después de vengativo, autoritario. Por eso el hombrecillo no necesita de consensos que más bien estorban y suponen, precisamente, retos a la incuestionable solidez de su autoridad. Por eso usa tacones gruesos en los zapatos y podios a modo cuando se puede. Por eso alguna vez ha ordenado actos de brutalidad policíaca y represión sin maquillajes que luego, engallado y muy macho mexicano, cómo chingados no, asume sin tapujos. Aunque en los tapujos haya violaciones en pandilla, hartos descalabrados y algún muertito. Al fin de cuentas, los que se le plantan adrede se llevan lo que andan pidiendo a gritos. Cárcel a los rijosos, esos violentos que se oponen, es lo que merecen. Porque desestabilizan el régimen (y espantan inversionistas); porque trastocan el orden establecido (y asustan turistas); porque lo hacen quedar mal (y lo hacen pasto de humoristas).

El hombrecillo sabe que al final del día la calle no es problema, la tiene ganada. Ya los quiere ver cuando desembarquen granaderos y antimotines, tanquetas y camiones chorrito. Secretamente está fascinado con las transformaciones de presuntos insurgentes en víctimas de ojos desorbitados y toses convulsas. Tiene filmaciones que repasa a veces en cámara lenta para disfrutar despacito la metamorfosis, como saborear el derretimiento de un chocolate. No, las calles no son bronca. Ni siquiera los levantados, los que se arman para autodefenderse; ni modo que luego, a la hora de la hora, se vayan a poner a los cabronazos con soldados de a de veras…

No. El problema no está en calles ni campales, ni en escondrijos serranos, ni en siglas de ejércitos de desharrapados malnutridos cuyos grandes logros estratégicos serán un par de antenas de alta tensión, quizá una estación repetidora de televisión y en un relámpago de fortuna a lo mejor hasta una toma momentánea de un cuartel o un pozo petrolero. No.

El problema es de medios, y por tanto de percepción. Pero no en los medios tradicionales, que están bien amarrados con la correa de la complicidad, el dinero y las concesiones condicionadas.

El problema son las redes, donde lo caricaturizan y bañan de blasfemias y denuestos. Pero sobre todo donde se desdibuja mordisqueada la incuestionable solidez aquella de su autoridad. Para uno cortito que, como el hombrecillo, padece miopía del calendario un sexenio se vislumbra eternidad: la encantadora banda de Moebius en cuyo infinito tránsito dignatarios y pontífices le seguirán tratando de usted. No hay prisa, está bien intercalar algún período vacacional, de oportuno filo estratégico. Vendrá el anhelado ajuste de cuentas, dulce instante de venganza en que podrá cobrar a un país entero la abominación de haberse tenido que ocultar, una olvidable ocasión en que fue candidato, en el angustioso recinto de un cuarto de baño mientras su cara de miedo recorría desbocada los groseros cauces de las redes sociales. En qué mala hora, dios suyo, el pinche internet se volvió de veras un instrumento democrático aunque la baza de la pobreza juegue a favor del régimen y el vasto lumpenaje vaya a seguir sin conectarse a Facebook por unos buenos cinco o diez años más, y ya para entonces habrá transcurrido su sexenio, para bien o para mal, y él pasará a los cincuenta y tantos a feliz retiro vitalicio –de preferencia en primer mundo, donde pueda uno pasear sin remordimientos en su Lamborghini–, rodeado de comodidades que, previsor, ya está preparando desde ahora, amarrando tratos con los que mueven el dinero, que son los que de veras mueven al mundo todo.