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Adiós, Papá Grande
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ace muchos, muchos años, mientras corría el fin de los 70 del siglo XX en mi plena adolescencia, iniciaba mi vida de estudiante de bachillerato y trabajaba en un hotel popular; no tanto por la inusitada cantidad de sus clientes, sino por el bajo precio de sus servicios. Por ello era frecuentado y estaba ocupado en su totalidad por viejos viajantes de comercio que regresaban a él después de seguir gastando su vida en las carreteras del sureste, por funcionarios de gobierno dedicados al mundo rural y que lograban sumar a sus ingresos lo defraudado a cuanto campesino apostaba por su nostalgia de futuro, por jóvenes soldadores que colocaban ductos en los fondos marinos, prostitutas nocturnas que envueltas en vestidos que brillaban salían a trabajar casi a medianoche al Bullpen –el cabaret más afamado de esos rumbos– y que durante el día mudaban sus maneras hacia la más alta dignidad de mujeres trabajadoras que mantenían a familias enteras en otros parajes de la geografía, por parejas de jóvenes turistas de paso hacia Palenque… Mientras inscribía a nuevos huéspedes o cobraba a los que se iban o pagaban por adelantado, todos convivíamos como si, en nuestra vida cotidiana, de una familia unida se tratara.

De entre todos ellos, cada vez que estoy leyendo un libro, en algún momento de sus páginas, mi recuerdo me trae a uno en especial a mi memoria. Me abrió al universo de mi vida. Era un hombre extremadamente delgado, de pelo blanco y corto, muy corto. Vivía en su iniciada cincuentena recientemente viudo, caminaba con una rara combinación de ágil lentitud. En cada gesto mostraba las maneras suaves para navegar en los remolinos de la exuberante vida tropical. Y vestía con prestancia y dignidad una sola muda de ropa. Su guayabera blanca de manga corta era de una tela tan fina y tan delgada por el uso, que tenía la textura de una hojita de cebolla. Después supe que él mismo la lavaba cada noche. Más que un hombre de este tiempo, su ascetismo asemejaba a las virreinales maneras franciscanas.

Cada mediodía sólo comía solo un consomé de pollo y pan, y una naranja por la tarde. Sus ingresos no daban para más. Mucho menos para pagar el hospedaje. Pero las conversaciones con las que me regalaba cada mañana, mientras le invitaba un café en el mostrador de mis horas laborales, eran alimento de vida. Y como con todo alimento para la persona de 15 años que yo era, hubo cuestiones fundamentales para nutrir mis días y otras que, claro, muy útiles no eran. Supe así de la importancia de escuchar con los cinco sentidos a las personas, de las maneras de la cortesía con los hombres y mujeres de toda condición, del momento preciso para cortarse las uñas de las manos, de todos los detalles de las películas de Hitchcock y de Monroe, de quién debía lanzar por los Orioles contra los Medias Rojas, y de mil y un historias de raras geografías.

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El escritor visitó en 1989 la embajada de Colombia en MéxicoFoto Eugenia Arenas

Pero un día, toda la generosidad de meses del gerente del hotel que era mi padre no pudo esperarlo más y me dio la tarea de ponerle plazo a su partida si no lograba alcanzar a cubrir su deuda. Hablamos, me miró con su sonrisa de siempre, pero su mirada, en un relámpago, devino la de un pajarito herido, descubierto en su pobreza. Acordamos fechas. Seguimos conversando como cada mañana y, al siguiente día, desapareció para siempre.

Cuando la llamada ama de llaves me avisó que se había ido, me pidió que subiera a su habitación, la 112. En el medio de la cama que él mismo se hacía cada día, había una nota para mí. En ella me decía que me dejaba toda su riqueza y allí estaba, me esperaba. La nota cubría un libro, Cien años de soledad en su edición de Editorial Sudamericana, la de las tapas donde los galeones también surcan la selva.

Empecé a leer y a cada vuelta de hoja no daba crédito a mis ojos. Mientras no podía dejar de hacerlo sentía como si las vecinas de mi casa me siguieran contando sus historias. Vivíamos en calles de tierra que lo mismo eran campos de beisbol que asemejaban el Yankee Stadium, que pistas de lanzamientos de papagayos –como se le dice en mi tierra a los papalotes–, o mares arrebolados para la navegación de barcos de papel.

Supe entonces que voces de mi pueblo eran tan universales que podían figurar al lado de Aracataca. Así, Jonuta, Nacajuca, Tacotalpa y sus vecinos podían estar en las páginas de un libro. Pasado el tiempo aprendí que lo mismo sintieron aquellos de mi generación que en las mismas páginas descubrieron voces siempre escuchadas como si fueran nuevas: Bámako, Tumbuctú en Malí, Puigcerdá, Olot, Solsona en Cataluña.

Desde ese día mi manera de conocer el mundo fue en las páginas de un libro. Embrujado, nunca dejé de leer. Pasado un tiempo, de regreso a las calles del centro de mi ciudad, observé a un hombre que caminaba con pausada agilidad. Me saludó a lo lejos, como si un sombrero se tocara, con una sonrisa luminosa. Fue la última vez que lo vi.

Hace unos días un hombre tocó a mi puerta. De parte de don Gabriel, me dijo. Me entregó la más nueva edición de Cien años de soledad dedicada para mí por su autor. Camilo Matute se llamaba aquel hombre de mi pueblo. A él pertenece este libro. ¿Alguien sabrá cómo lo encuentro?

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