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De luto en Macondo
M

i referencia a Gabriel García Márquez es desde el ángulo del lector común y corriente. Advierto que la información contenida está entresacada de las memorias del propio premio Nobel 1982 y algo también de Luis Cardoza y Aragón y Álvaro Mutis.

En Vivir para contarla relata lo que sigue: El 7 de febrero de 1948 fue escenario del primer acto político al que asistí en mi vida: un desfile de duelo por las inescrutables víctimas de la violencia oficial en el país, con más de 60 mil mujeres y hombres de luto cerrado (...) Su consigna era una sola: silencio absoluto. Y se cumplió con un dramatismo inconcebible. Ese fue el acto que tras otros, elocuentes de distinto modo, protagonizó el discípulo de Enrico Ferri: Jorge Eliécer Gaitán, asesinado el 9 de abril de 1948 a los 46 años, provocando el violentísimo movimiento conocido como El bogotazo que encuentra amplia zona en García Márquez sin que él se inmiscuyera en la interpretación directa de la autoría intelectual del crimen, cometido por un pálido joven asesinado y vejado: Juan Roa Sierra. Para García Márquez el hecho y sus secuelas, incluyendo el martirio del ejecutor, partieron en dos la historia de Colombia, no sólo la capital que dio un giro de 160 grados en su aspecto arquitectónico y ambiental. En años posteriores por diferentes razones, el hecho lo vincularía tanto a Fidel Castro como a Luis Cardoza y Aragón, presentes en Colombia en ese tiempo, cosa que deduzco basándome en el siguiente enunciado de sus memorias –La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.

Con este lema de gran sinceridad y significación literaria García Márquez relata un trayecto que realizó en febrero de 1950 desde Barranquilla hasta Aracataca, su lugar de nacimiento. Se abordaba en una destartalada lancha de motor a través de una vasta ciénega hasta llegar “a la misteriosa población de Cienaga, “donde se tomaba el tren que recorría plantaciones bananeras, las mismas en las que antes había reparado el líder Gaytán. Durante ese trayecto le espetó a su madre lo siguiente: dígale (al padre) que lo único que quiero hacer en la vida es ser escritor. Empezó con el periodismo, actividad que valoró a ultranza toda su vida.

El tren pasaba por la finca de Macondo, única bananera que tenía el nombre escrito en el portal. Ya había reparado en la denominación durante los viajes que hacía con su abuelo, “pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética…lo había usado ya en tres escritos como nombre de un pueblo imaginario”. En una enciclopedia se enteró que Macondo es “un árbol del trópico parecido a la ceiba que no produce flores ni frutos…” Nunca llegó a conocer el árbol, aunque incansablemente preguntó por él en la zona bananera, tal vez no existió nunca. ¿Macondo y Comala se parecen en algo?, hay amplia literatura especializada al respecto.

A los 19 años, ya con dos cuentos publicados en periódico, había descubierto a los ya muy descubiertos Borges, D.H. Lawrence, Aldous Huxley, Graham Greene, Chesterton y Catherine Mansfield entre otros. Un compañero suyo le enseñó a navegar en la Biblia a tiempo que le puso sobre la mesa un mamotreto sobrecogedor (...) Esta es la otra Biblia, le dijo. Era el Ulises de James Joyce, que dice haber leído entonces a tropezones, hasta que la paciencia no me dio para más. Años después, ya de adulto sumiso, me di a la tarea de releerlo en serio y no fue sólo el descubrimiento de un mundo propio que nunca sospeché dentro de mí, sino además una ayuda invaluable...

La pasión de García Márquez por la música es consabida. Se empeñó en que su abuelo le comprara un acordeón, pero su abuela se les atravesó con la mojiganga de siempre de que el acordeón era un instrumento de guatacucos (es decir, plebeyo, rústico). Treinta años más adelante creyó rencontrar a un acordeonista de variedad con el que se había topado casualmente en un congreso mundial de neurólogos. No había tal, pero se salió del embrollo con el mismo ingenio para los circunloquios que le permitió pasar las materias difíciles del primer año de la carrera de derecho en la Universidad Nacional, ya que con las fáciles no tuvo problema.

Leyendo la narración del viaje a Catamarca en compañía de su madre con la intención de vender la casa familar, nos percatamos del dilema que se le planteó cuando decidió de una vez por todas hacer de tripas corazón y decir que con todo y la decepción que causaría a su padre para quien el título académico era una garantía, que abandonaría para siempre la carrera. Y el padre tenía alguna justificación en su empeño porque la genialidad de su hijo no se había hecho evidente aún y las dotes y talentos que hacen al genio no están democráticamente repartidos.

Yo vi a Gabo algunas veces, nunca me atreví a acercármele, pero en esas contadas ocasiones lo recuerdo armado de sonrisa, muy acompañado e impecablemente vestido. Pudiera creer que era algo inseguro, como lo son todas las personas que distan de creer que tienen la verdad en la mano.