Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de abril de 2014 Num: 999

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Hasta siempre, Gabo
Mercedes López-Baralt

El coronel siempre
tendrá quien le escriba

Juan Manuel Roca

Tres huellas para volver
a García Márquez

Gustavo Ogarrio

Gabriel García Márquez:
la plenitud literaria

Xabier F. Coronado

La saga que
Latinoamérica
vivió para existir

Antonio Valle

García Márquez
y la sensualidad
de la lengua española

Antonio Rodríguez Jiménez

Situación de
estado de sitio

Yannis Dallas

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Javier Sicilia

La cárcel

Los discursos modernos sobre el sistema penitenciario suelen estar llenos del concepto de reinserción a la vida social. De hecho, el concepto se encuentra grabado en las mismas siglas con las que el Estado nombra los sitios que corresponden a ese sistema: Cereso –Centro de Readaptación Social.

Nada, sin embargo, más lejano a la realidad. El emblema de la reinserción social no es la rejilla de un confesonario –emblema de algo más profundo que la reinserción, la reconciliación–, sino la reja de la cárcel, cuya etimología es lugar enrejado.

Desde la cárcel romana hasta el Cereso mexicano, la cárcel es la negación de cualquier reinserción social. La privación misma de la libertad, la vigilancia estrecha del cuerpo y del alma, los abusos del poder y de la fuerza que la habitan son, bajo el disfraz retórico de lo políticamente correcto, una expresión moderna del infierno de Dante regulado no por la justicia divina, sino por el caos demoníaco. Nada en la cárcel está hecho para la recuperación de lo humano, sino para su degradación absoluta. En ese sitio, los seres humanos nunca son llevados a la aceptación de su culpa, al dolor del corazón que la conciencia de sus actos debe provocar, al propósito de enmienda y a una penitencia que haría posible esa enmienda, sino al padecimiento de la venganza. Confinados a sufrir, su vida, como el señor K de Kafka, está entrampada en un proceso sin sentido ni significado.

Ciertamente hay grandes almas que han logrado en esos recintos sacar lo mejor de sí. Pienso en Óscar Wilde y esa joya de la reconciliación que es De profundis. Pienso también en otros, que no fueron realmente criminales, como Wilde, sino seres humanos de una inmensa calidad moral que el Estado encerró en sus sistemas penitenciarios no para reconciliarlos con la sociedad, sino, por el contrario, para hacerlos sentir el peso de lo que el sistema carcelario realmente es y destruirlos como destruye, en grados inmensos, a todo aquel que entra en sus fauces: Dietrich Bonhoeffer, Vaclav Havel, Gandhi, Mandela, Dostoievsky, Primo Levi, Shalámov, Solyenitzin, José Revueltas o, para nombrar a otros mexicanos que aún viven entre nosotros, los hermanos Cerezo. En ellos, no fue la cárcel la que los templó, fue, contra ella, su fuerza moral y espiritual.

Ellos, en su grandeza, han mostrado lo que realmente son los sistemas penitenciarios detrás de cualquier retórica jurídica y de cualquier régimen: el lugar de la represalia, de la corrupción y de la reproducción infinita de la culpa que deriva en el resentimiento y en la aniquilación del alma.

¿Cómo hacer que el concepto y la retórica que enmascara la realidad penitenciaria se encarne en ella?

Habría que educar a la sociedad en una virtud que, a pesar de ser uno de los rayos de la rueda del Evangelio, ha estado lejos de la vida de Occidente: la compasión. Esa virtud, que significa padecer con el otro, sólo puede surgir cuando junto a la conciencia de que alguien es realmente culpable, es decir, cometió un verdadero crimen contra otro, y no contra una idea o una ideología, hacemos también aparecer la conciencia de que además es una víctima. El criminal no sólo es culpable; es, por lo mismo, víctima de un equívoco atroz que lo apartó de su humanidad. Es sobre ese equívoco sobre el que un buen sistema penitencial debería trabajar. Lo que significa llevar a las partes claras de la conciencia del criminal y de su corazón el sufrimiento que causó y generar, desde allí, una penitencia que lo lleve a recuperar su humanidad. Recuerdo una lección de Gandhi que habla de ello.

Ayunaba para detener la guerra que concluyó con la creación de Paquistán. Un indio fue a verlo para pedirle que dejara de ayunar y para confesar que había asesinado a un niño musulmán. Gandhi le preguntó si estaba arrepentido, si le dolía lo que había hecho, de lo contrario su petición era estúpida. El hombre, conmovido, respondió que sí. Entonces, Gandhi le dijo: “Ve, busca un niño musulmán cuyos padres hayan muerto en esta guerra, adóptalo y edúcalo como tal.”

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de las Autodefensas, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón y Peña Nieto.