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Un santo imperfecto
E

l 23 de abril, el vocero del Vaticano, Federico Lombardi, declaró que Juan Pablo II fue santo, no perfecto. El reconocimiento acerca de las imperfecciones del papa polaco Karol Wojtyla, fue en respuesta a una pregunta periodística sobre su eventual complicidad y encubrimiento de múltiples casos de pederastia que sacudieron a la Iglesia católica a finales del siglo XX. Es decir, de la complicidad de Wojtyla en el ocultamiento de delitos de abuso sexual de obispos y sacerdotes contra menores, calificado en la Instrucción sobre la manera de proceder en los casos de delito de solicitación, de 1962, como el peor de los crímenes. Verbigracia, en México, los crímenes de Marcial Maciel dentro de la Legión de Cristo.

Durante años, desde la burocracia vaticana y las jerarquías católicas locales se defendió a Wojtyla con el argumento de que él no sabía, no estaba enterado. Algo que no resulta creíble. Ubicado en la cúspide de una sociedad eclesiástica cerrada y piramidal, signada por el secretismo y una férrea disciplina, a la que gobernó con mano de hierro, Juan Pablo II siempre supo lo que ocurría en su entorno. Por ello, muy temprano en su pontificado, teólogos y sacerdotes críticos definieron su estilo de gobernar como una monarquía absoluta.

En 1989, 172 profesores de teología de la ex República Federal de Alemania, Suiza, Austria y los Países Bajos suscribieron el llamado Documento de Colonia, que tenía un título elocuente: Contra el tutelaje, por una catolicidad abierta. A su vez, el jesuita español José Ignacio González Faus dijo entonces que la involución eclesial con Juan Pablo II respondía a una de las más clásicas amenazas de falsificación del fenómeno religioso: la tentación de dominar a Dios y mantenerle atado y bien atado, según la consagrada expresión del comisario Conessa durante la dictadura franquista. La obsesión por la ortodoxia llevó a Wojtyla a tener la verdad amurallada, incontaminada; a hacer de la propia verdad la única verdad total de Dios, lo cual equivalía a salvar su propio poder. Lo que según González Faus lleva a fanatismos, fundamentalismos, inquisiciones y otros procedimientos autoritarios, como los que practicó Juan Pablo II.

Ello tendría que ver, además, con ese tipo de patología que la Escuela de Francfort denomina personalidad autoritaria. Esto es, una entrega mecánica a los valores convencionales; sumisión ciega a la autoridad, junto a un odio ciego a todos los oponentes y marginados; pensamiento rígido y estereotipado; inclinación a la superstición; difamación −a medias moralista, a medias cínica− de la naturaleza humana. A su vez, Hans Küng calificó la cruzada de revangelización de Wojtyla como reconquista en el sentido medieval, de contrarreforma y antimodernismo. Küng habló de un imperialismo católico romano y acusó al Vaticano de ser el último Estado totalitario de Europa.

A finales de los años 80 era común escuchar que el anticomunista Wojtyla estaba normalizando a la Iglesia con un estilo estalinista: sacando del paso a los incómodos. Uno de esos incómodos, Leonardo Boff, a quien aplicó el rigor de la ex Inquisición y tras neutralizarlo lo llevó a renunciar al sacerdocio, dijo que el pontificado de Juan Pablo II era, posiblemente, la última expresión de un tipo de Iglesia que nació en 1077 con Gregorio VII. Recordó que ese Papa escribió un texto de título fantástico: Dictatus papa, que significa la dictadura del Papa. Son 33 tesis. La primera dice que el Papa tiene todo el poder, está por encima de todos y no obedece a nadie. Y la última, que el Papa es santo (por más pecador que sea). Según Boff, Wojtyla representa al Dios creador. “No el Dios padre de la teología trinitaria, sino el Dios pagano monoteísta, pretrinitario. Un solo Dios en el cielo, un solo tirano en la tierra, un solo jefe en la familia, un solo presidente (…) la dictadura del jerarca. La dictadura del Papa”.

O de otra manera: la dictadura del clero sobre toda la comunidad cristiana. Ese tipo de Iglesia había entrado en crisis durante el Concilio Vaticano II (1962-1965), convocado por Juan XXIII. A comienzos de los años 60, la osadía de Giuseppe Roncalli, el Papa Bueno, permitió abrir las ventanas del Vaticano a la modernidad de las luces, al surgimiento de la razón, la tecno-ciencia, las libertades civiles y la democracia. Esa nueva cultura cuestionó y denunció la forma en que la Iglesia se organizaba institucionalmente: como una monarquía absolutista espiritual en contradicción con la democracia y la vigencia de los derechos humanos. Frente a ello, el lema del concilio fue no más el anatema ni la condena, sino la comprensión, la tolerancia y el diálogo con las otras iglesias y el mundo moderno.

Pero Wojtyla reprodujo la crisis y buscó una salida que reforzó el poder. Puso orden, disciplina. Clericalizó y romanizó a la Iglesia a partir de una visión imperial. La Iglesia volvió a ser bastión del conservadurismo religioso y del autoritarismo político. De allí que para Boff y Küng, Wojtyla se asemejaba al último Papa feudal. Convirtió a la Iglesia en un feudo controlado y dominado desde Roma.

Personalista, autoritario, verticalista, centralista, no es por ello creíble que Wojtyla no supiera nada acer­ca del rosario de crímenes sexuales en el seno de su institución. Peor: en 2001, mientras las víctimas de abuso sexual demandaban justicia, modificó el derecho canónico para invalidar las denuncias contra sacerdotes violadores. La principal reforma fue al delito grave de la absolución del cómplice (absolver el mismo sacerdote a la persona que dañó), a lo que recurría de manera perversa y constante Marcial Maciel después de abusar de los seminaristas.

Al hacer santo a Wojtyla (al salvarlo y acercarlo a Dios), al tiempo que legitima políticamente su modelo de Iglesia totalitario, el papa Francisco lo exonera −junto al defectuoso Maciel y otros criminales sexuales− de los eventuales delitos de complicidad y encubrimiento. Ergo, la Iglesia es juez y parte. ¡Vaya divina justicia!