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Días de mayo
C

uando en 1792 Miguel Hidalgo recibió el nombramiento de párroco de San Felipe Torresmochas fue un hombre feliz. Aunque su corta estancia en Colima fue exitosa, regresar a su terruño a punto de cumplir 39 años le permitió estar cerca de su gente y meter el hombro para encontrar solución a los muchos problemas que se vivían en el Bajío.

La hambruna que vivió la población del occidente de la Nueva España a causa de la sequía de 1786 y la crisis agraria que se desató entonces removió las maneras tradicionales de aprovechar los recursos. Para encontrar nuevas formas de tener sustento, la gente de Pénjamo, de San Felipe, San Miguel el Grande, Dolores, Corralejo y de otros muchos pueblos de la región contaron con un criollo ilustrado con las luces para impulsar el progreso, un verdadero hombre de su tiempo, el señor cura don Miguel Hidalgo y Costilla.

Hidalgo se afanó entonces para construir muchas pequeñas obras agrícolas que permitieran que las tierras volvieran a florecer. La idea era encontrar mil y un maneras de enfrentar la adversidad. Como siempre en su vida, predicó con el ejemplo y solicitó préstamos para rehabilitar las tierras familiares de Corralejo. Gracias al éxito alcanzado, sus hermanos y él adquirieron la hacienda de Tajimaroa para que la administrara Manuel Mariano, el benjamín de los cinco hermanos Hidalgo.

Pero en la navidad de 1801 la corona española expidió la Real cédula sobre la enajenación de bienes raíces y cobro de capitales de capellanías y obras pías para la consolidación de vales, lo que en cristiano significó que todos los que debían capitales a cualquier institución, principalmente a la Iglesia, tenían que devolver los préstamos. En 1804 tal medida desató una verdadera crisis en la Nueva España. Casi nadie tenía los dineros para pagarlos con tales urgencias. Los Hidalgo no fueron la excepción. Les embargaron Tajimaroa en 1808 y, aunque lograron que no se la quitaran, a causa de tales preocupaciones y desgracias Manuel Mariano murió loco. De esa manera brutal Miguel conoció la fragilidad de los criollos frente al absolutismo.

Ese 1808 fue también un año clave para el futuro del imperio español. Con la primavera, Napoleón Bonaparte decidió invadir España, obligó al rey Carlos IV a abdicar a favor de su hijo Fernando VII quien, ante la presión de las tropas francesas a las puertas de Madrid, cedió el trono a Napoleón para que este se lo regalara a su hermano José, mejor conocido como Pepe Botellas por su abierta afición a la bebida. El levantamiento del pueblo español no se hizo esperar y, pese a la sangrienta represión del día 2 y de la madrugada del 3 de mayo de 1808 en Madrid, la lucha por su liberación continuó por seis años hasta expulsar a las fuerzas invasoras.

En América y especialmente en la Nueva España el sentimiento patriótico se extendió hasta los más alejados confines del territorio. Contra la opinión de los peninsulares, quienes para no perder privilegios buscaban que todo siguiera igual, los gobernantes indígenas y los criollos de la tierra pensaban que, ante la ausencia del rey, el poder soberano se regresaba a los grupos organizados de la sociedad quienes debían gobernar a nombre de Fernando VII mientras se restauraba la legalidad. Indígenas y criollos impulsaron la patriótica autonomía de las comunidades.

Un golpe de estado orquestado por los peninsulares acabó con estos afanes independentistas y con el gobierno del virrey Iturrigaray. En un intento de reconciliación el arzobispo Francisco de Lizana fue nombrado virrey.

La esperanza criolla no se apagó. Durante la celebración de la sexta posada de la navidad de 1809 el gobierno virreinal descubrió una conspiración en Valladolid encabezada por Mariano Michelena y José María Obeso. La élite de la sociedad regional buscaba acabar con el poder de los españoles en la Nueva España. La clemencia de Lizana les perdonó la vida y no investigó más.

De haberlo hecho hubiera sabido que no muy lejos, en la villa de San Miguel el Grande, los oficiales del Regimiento de los Dragones de la Reina encabezados por Ignacio Allende y los hermanos Juan e Ignacio Aldama habían iniciado otra conjura que muy pronto se unió a las tertulias literarias organizadas por el Corregidor de Querétaro don Miguel Domínguez y por su esposa doña Josefa, de todos conocida como la Corregidora.

Sólo les faltaba una persona que tuviera verdadero contacto con la gente. Uno de ellos propuso invitar a Miguel Hidalgo. Era un hombre querido por casi todos los que lo conocían. En el Bajío, dependiendo de la edad de los viandantes con los que se cruzaba en las largas jornadas que empleaba en su labor pastoral y en sus más terrenales quehaceres, algunos le llamaban Miguelito, otros se referían a él como don Miguel y los más lo hacían con el tratamiento de señor cura. En todos ellos el carisma de su personalidad entrona y comprometida infundía respeto y, en muchísimos, hasta cariño. El 8 de mayo de ese 1810 cumpliría 57 años.

para Noemí Ontiveros y su abuelo, siempre juntos

Twitter: @cesar_moheno