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Duras
D

uras se llama la región francesa de viñedos y ciruelos donde nació el padre de Marguerite Donnadieu, quien en 1943 decidió abandonar su apellido original y adoptar un nombre de su elección, el único que le fue verdadero, precisamente porque ella lo había elegido. Este acto de rebeldía no fue el primero en la vida de Marguerite Duras, una de las grandes escritoras francesas del siglo XX, cuyo centenario conmemoramos este año. Tampoco fue esta su rebelión más escandalosa. Peor fue que llevara conscientemente su protesta contra las reglas de la sociedad colonial francesa en Indochina, hasta adquirir a los 15 años un amante que le doblaba la edad, tal y como lo relata en la novela autobiográfica El amante (1984), con el que además incurrió en la suprema transgresión para una europea en 1929, que era tener relaciones con un asiático. Gracias a la película del mismo nombre, que se estrenó en 1992, Duras obtuvo reconocimiento internacional. Hasta entonces era más conocida entre los cinéfilos cultos como la guionista de Hiroshima, mon amour o de Moderato cantabile, dos obras emblemáticas del cine francés de la nueva ola de los años 60.

Duras está muy lejos de Gia Dhin, donde nació Marguerite, y de Saigón, donde creció, ciudades de las que nunca se pudo deshacer. Cambió su apellido porque pretendía cortar con el pasado, pero sobre todo con la familia, con la madre, con un hermano cruel, con la miseria en la que vivían los pequeños funcionarios franceses que pretendían hacer fortuna en las colonias. Sin embargo, la ruptura nunca se produjo. Los primeros 19 años de la vida de Marguerite transcurrieron en una sociedad que destruyó la vida de su madre y su propia infancia, y que luego siempre estuvo con ella, o en ella. Y con toda la infelicidad que esos años le trajeron, creo que están en el origen de la sorprendente creatividad de la escritora, de su extraordinaria capacidad para sintetizar sensaciones y sentimientos en textos casi taquigráficos que son, pese a todo, intensamente reveladores y apasionados. Por ejemplo, en el primer párrafo de El amante basta una sola frase para que el lector adivine los amores y los desamores, las grandezas y las ruindades, los triunfos, las mezquindades y los abismos en la vida de una mujer que ve todo eso en la mirada del antiguo amante con el que se topa después de más de 40 años de ausencia, y que se fija en su rostro devastado.

De su vida en Saigón también proviene una violencia no siempre contenida, una rabia poderosa y temible que hacía de ella una mujer tan atractiva como repelente. Según su biógrafa, Laure Adler, Duras siempre reía, pero sus risas eran variadas: maliciosas, infantiles, burlonas, y luego de leer a Adler yo añadiría que es fácil imaginarla riendo con amargura o cínicamente. Estas actitudes me parecen normales en una mujer que vivió grandes pasiones y traiciones en momentos difíciles de la historia, pero leyendo su historia parecería que lo que para otros eran dilemas morales, para ella fueron sólo experiencias que pusieron a prueba su habilidad para sobrevivir.

Duras desembarcó en París en 1933, poseedora de una beca del gobierno francés que había ganado por la calidad de sus ensayos escolares; tenía también grandes ambiciones intelectuales, un apetito sexual feroz y una moralidad ligera. Supo aprovechar la atmósfera del Barrio Latino en París de los años 30 para desarrollar su talento literario, el cual también se nutrió de otras experiencias como la ocupación alemana; la Resistencia, donde perteneció a la red de la que formaban parte François Mitterrand y Edgar Morin; la deportación de su marido a Buchenwald, y su regreso; o el ánimo vengador de la Liberación. Recogió estos dos últimos episodios en un pequeño libro titulado La douleur. Aquí retrata con crudeza las consecuencias de dos años en un campo de concentración sobre el físico de un ser humano, sobre sus órganos internos, sus músculos, sus dientes, sus ojos; ya no digamos su sicología. El texto muestra muchas de las características distintivas de Duras: el desapego del narrador de su historia, el tono impersonal de un relato intensamente personal, la fría subjetividad de los personajes, la densidad de los silencios.

Estas mismas características se encuentran en El amante, una obra admirable que refleja la complejidad de una mujer para quien escribir era un exorcismo contra los demonios que la acompañaron hasta su muerte en 1995.