Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 11 de mayo de 2014 Num: 1001

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

En la Lisboa de
Fernando Pessoa

Marco Antonio Campos

Un domingo a la semana

Un lector, un suplemento
Gustavo Ogarrio

Después del número mil
Antonio Rodríguez Jiménez

La cifra y el
nombre de la idea

Las mil y una semanas

La dama del perrito
y la geopolítica

Jorge Bustamante García

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Raúl Hernández Viveros
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Rodolfo Alonso
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Luis Tovar
Twitter: @luistovars

Cinco preludios

Niños, niñas y jóvenes de la calle, vagabundos, locos y locas, limpiavidrios, indigentes, drogadictos, flaneras, mendigos, ancianas vencidas por la demencia senil, alcohólicos terminales, seres humanos que flotan en las aguas negras de la imaginación de Ciudad de México en su interminable viaje hacia un lejanísimo e imposible Primer Mundo.
Gustavo Ogarrio, La mirada de los estropeados

Preludio número 1

Lo primero es una doble mentira: que no están ahí o que basta con un pequeño acto de voluntad para volverlos invisibles. Muy al contrario, llegaron antes que nosotros y seguirán después de que nosotros nos hayamos ido. Siempre han estado ahí, al margen de todo, comenzando por la delgadísima y cuestionable línea que los separa de ese “nosotros” de dudosa autosuficiencia. La pretensión de no verlos invariablemente fracasa, vencida por lo irrefutable de una presencia multiplicada al infinito, móvil hasta la ubicuidad, constante como la fe y contundente como el hambre y la muerte.

Preludio número 2

Propietarios de nada, la ciudad les pertenece: Diógenes del siglo XXI, han aprendido a vivir llevando a cuestas únicamente su propia humanidad. Para el inconmensurable resto de posibles posesiones basta el espacio de su propio pensamiento, donde cabe cualquier cosa que sea dable imaginar. Para sobrellevar las estrecheces de la cotidianidad alcanza con una buhardilla que sólo tiene luz después de que amanece, con un mínimo cuarto de azotea, o ni siquiera eso: sin bucolismo posible, téngase al suelo por lecho y al cielo por techo, ubíquese algún rincón desahuciado por un urbanismo delirante –hay tantos en tantos rumbos–, reúnase la cantidad suficiente de trapos y papel y póngase a soñar de cara al frío de la intemperie.

Preludio número 3

En el principio fue el monólogo: cuando las preguntas y las respuestas proceden de un solo manantial, están garantizadas armonía y satisfacción. El que habla consigo mismo sabe, practica y goza el alto privilegio de haber desterrado de su propio mundo las contradicciones. Poco importa que alguien de afuera venga, escuche y luego se aleje pensando que todo aquello no tiene sentido, que se trata del discurso absurdo de quien jamás coteja sus ideas con la realidad. Además, esa palabra… En cambio, la suspensión indefinida del diálogo permite afianzar las convicciones propias, bien sea que Uno sepa sin lugar a dudas que forma parte del cuerpo de dios, que quiera crucificar a Jesucristo, que sea hijo de un expresidente, le haya dado consejos al Papa, guiado a Gandhi, recibido lecciones de Ana Pavlova o encontrado la pausa magnética en un puente de piedra en Chimalistac.

Preludio número 4

Letra y música del estropeado: en la banqueta, a las afueras de un Seven Eleven o caminando por la calle, tocar admirablemente un capricho de Paganini, e interrumpirse para comer una sopa de microondas o para explicar la etimología de un nombre propio; atravesar un antiguo pasaje comercial, jalando un pequeño amplificador, cruzar el arroyo, instalarse de frente a los transeúntes y tañer con un arco de violonchelo el bajo eléctrico; larga capa ajada en las espaldas, de papel maché la cabeza de elfo y el verde báculo retorcido, subir al Metro a recitar a Huxley o a Blake o a sí mismo; en el bajopuente donde se ha construido un castillo con restos de madera, colchones lamparosos, endebles estructuras de metal desechado, recipientes de poliuretano y envolturas, tocar la propia música pero en silencio, sólo con las manos, los ojos leyendo una partitura que tiene la ventaja de haber sido escrita en el aire, por lo que mañana, siendo la misma, será otra muy distinta.

Preludio número 5

Erasmo de Rotterdam lo sabe, como lo sabe Michel Foucault, pero no más que el vendedor de cedés pirata que prefirió abandonar la psicología, el violinista callejero que debe llevar vivo más de un siglo para que quepa en su vida todo lo que cuenta, el pepenador ambulante que todas las noches lee los libros que tiene en su biblioteca de neón; lo saben también, se supone que desde este lado de la frontera aunque nunca quede claro cuál de los dos lados es el bueno, lo mismo el que hace malabares en los cruceros que quienes bailan al son de percusiones prehispánicas que quienes rapean con onomatopeyas a las afueras del Palacio de Bellas Artes que todos esos otros viandantes de los que nunca se sabrá el nombre, la edad, el domicilio, la profesión, la historia personal o los anhelos: cosa de locos, la cordura sólo es un preludio.