Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 11 de mayo de 2014 Num: 1001

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

En la Lisboa de
Fernando Pessoa

Marco Antonio Campos

Un domingo a la semana

Un lector, un suplemento
Gustavo Ogarrio

Después del número mil
Antonio Rodríguez Jiménez

La cifra y el
nombre de la idea

Las mil y una semanas

La dama del perrito
y la geopolítica

Jorge Bustamante García

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Raúl Hernández Viveros
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Rodolfo Alonso
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Amanda, Gabriela y yo

Las frases que más escuché en la infancia fueron las siguientes: 1. No te luzcas. 2. Baja los codos de la mesa y cierra ese libro. 3. No me contestes que para eso soy tu madre. 4. No te veas en el espejo que se te aparece el Diablo. 5. Cállate. 6. No te luzcas, van dos veces que te lo digo. 7. Pásate el peine. 8. Que no te estés luciendo ¿qué no oyes? 9. Soy tu madre y eso basta. 10. Te dije que no te lucieras y pásate el peine, que pareces una araña.

Entiendo perfectamente que mis padres echaran mano de estas frases, pues somos tres hermanos, separados por un año de diferencia, y dos de nosotros parecíamos poseídos por el chamuco. No voy a enumerar las estrategias que los pobres usaron para tratar de educarnos. Baste decir que resultamos raros y que ni veinte años de psicoanálisis han conseguido quitarme lo acomplejada. Para mí, el mundo es un campo minado, lleno de oportunidades para lucirme, a propósito o sin querer. Debo esquivar todas las trampas, so pena de convertirme en una farolera. Y eso sí que no.

En los primeros años de análisis, me volví experta en detectar a otros pacientes. Se afarolaban. Eran los que decían “necesito mi espacio”, “me di permiso” o “se me veía bien”. Aunque yo pasara dos horas a la semana hablando en el diván, ni me daba permisos, ni necesitaba mi espacio. Menos todavía hablaba bien de mi aspecto, como algunos principiantes en esas lides.

El espejo de mi estudio, donde paso la mayor parte del tiempo, está entre el clóset y la puerta del baño. Tiene la luna empañada y así seguirá, porque no pienso comprar otro, aunque me atormenten mis defectos tanto o más que a otras personas.

Cuento todo esto porque cualquiera que sean las actitudes que quedaron tronchadas a base de regaños, reconozco por lo menos dos que se consideran femeninas y que son una monserga: la incapacidad de defender ciertas actitudes y una propensión a la autocensura que me hace juzgar a otras mujeres con varas dignas de Torquemada.

Y es gracias a internet que me he dado cuenta de esto.

A mí internet me da miedo porque soy impulsiva y proclive a la adicción.

Prefiero conversar en vivo y conocer a mis interlocutores. La idea de vivir pegada a una pantalla me repele, pero bien sé que soy capaz. He comprado varios zapatos en Amazon. Entraba a buscar libros de Fulano y terminaba comprando unas botas. Algún día escribiré acerca de esas trampas, pues para comprar unos zapatos lo mejor, claro, es probárselos. Pero me desvío.

Hace unos años, Neil Gaiman, uno de mis autores favoritos, se casó con una mujer que se llama Amanda Palmer. Amanda Palmer es la farolera personificada a la centésima potencia. No le interesan ni la templanza, ni el decoro, esas virtudes medievales que anhelo. Es estridente, segura de sí misma, se encuera a la menor provocación, opina sobre cosas de las que no tiene idea, escribe poesía malísima, se toma fotos y las pone en su blog. Hace videos con estrellas porno, se rasura las cejas y se pinta unas como espirales con puntitos sobre los ojos. No se depila y lo proclama como una hazaña feminista. Cuando el equipo de diseño de una disquera retiró una foto en la que se veía panzona, armó un relajo.

Hace unos meses me dio por ver qué escribía. Durante dos semanas me asomé casi diario a mirar. Con cada desnudo extático y cada declaración pueril, mi antipatía aumentaba. Mi marido, muerto de risa, me decía que yo traía un triángulo en la cabeza, compuesto por Gaiman, Amanda Palmer (la esposa) y yo (la fan neurótica y boba).

Yo lo negaba con escalofríos, hasta que leí un ensayo de Gabriela Damián Miravete que me hizo ver que no es un triángulo, es una tara. Damián ha escrito mucho y con brillantez acerca de los mecanismos de autocensura y represión y de cómo las mujeres reforzamos los límites que el pensamiento machista señala. De cómo nos percibimos unas a las otras. Mi antipatía por Palmer tiene mucho de misoginia, y tan enraizada, que no me daba cuenta.

Palmer es inofensiva. Si fuera hombre, ¿me encolerizarían tanto sus ingenuas extravagancias? No es racista, no es violenta, no es puritana. ¿Por qué me irrita tanto? Pues porque, como diría mi mamá, se anda luciendo. Grita su opinión, recauda dinero para sus proyectos. Es independiente y va por la vida haciendo lo que se le da la gana. Parece que se acepta y defiende su derecho a encuerarse donde sea.

En resumen, es una farolera. Y algo debería yo de aprenderle.