Opinión
Ver día anteriorMartes 13 de mayo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Muerte súbita
E

ste artículo no trata del narcotráfico ni de las innumerables muertes violentas de las que la prensa cotidiana informa, sino que busca dar cuenta del libro de Alvaro Enrigue, Premio Anagrama de Novela 2013.

No está referido ni a la Camorra ni a la Draghetta, sino a una partida de pallacorda, el deporte antecesor del tenis, que según el inicio de la trama tiene como contendientes a un poeta español (después sabemos que alude a Quevedo) y a Michelangelo de Merisi, el Caravaggio, tan tratado no sólo académicamente en el campo de la historia del arte, sino también como inspiración de novelas tan conocidas como Chrome Yellow, de Huxley y además películas (la principal sigue siendo la de Derek Jarman) así como obras de teatro.

Aunque Enrigue dice que su libro no es exactamente sobre una partida de tenis, el hecho es que guarda esa estructura como si el partido se llevara a cabo no en nuestro tiempo, sino en el de los contendientes que son artistas de la Contrarreforma remontándose a años anteriores, como el de la conquista de México. Así, según Enrigue, cuando Vasco de Quiroga llegó aquí como oídor en 1530, “fue sólo un juez culto y circunspecto… con una curiosidad notable por los asuntos de la cultura indígena”. Ya como Tata Vasco, en la inmensa región purépecha, tan profundamente lastimada, él tuvo la intención de inspirarse en la Utopía de Tomás Moro. Lo que no sabemos es cómo fue que se hizo de ese libro o si se trata de fantasía novelesca, pues a lo largo de la lectura por momentos olvidamos que Muerte súbita es una novelación de hechos y varios ciertamente tuvieron lugar; ejecución de Ana Bolena sirve de ejemplo inicial, al igual de quien se convirtió en un ejecutor experto en cortar cabezas: Jean Rombaud. Esto ocurre naturalmente antes de la invención de la guillotina y por eso es encomiable que Rombaud haya logrado como quien dice despachar a esa mujer poseedora de una hermosa cabellera color caoba (antes de su ejecución) con la que fue elaborada una pelota (la palabra pelota viene de pelo) y Enrigue pudo verla en la Biblioteca Nacional de la Quinta avenida y calle 42 de Nueva York, donde un custodio se la mostró como parte de una parafernalia curatorial calificando a Ana de perra herética. Según el escritor, él allí mismo se percató de que Caravaggio era un asesino, lo cual no es cierto, eso ya lo sabía, lo que pudo haber afinado considerablemente su apreciación del pintor fue el aspecto del lombardo como jugador de tenis, dado que Enrigue ya sabía de antemano lo que todos sabemos: que le había propinado una estocada mortal a Ranuccio Tomasoni al final de un juego, por lo que fue condenado a muerte; empezó así ese largo periplo que quienes nos hemos interesado en su trayectoria hemos proseguido paso a paso no sólo a través de todo el material pictórico posible, sino incluso del que proporciona Peter Watson en The Caravaggio Conspiracy, título extraído de un hecho real: el robo de la natividad en Palermo, gran pieza de altar que desde que fue cercenada de su soporte mediante un nítido corte está perdida, quizá en manos de algún jefe de la mafia de esos que con tanta inteligencia narrativa ha tratado Peter Robb, a quien Enrigue da crédito mencionando su biografía caravaggesca titulada M eminentemente narrativa.

Como es evidente que a Álvaro Enrigue le interesaron sobremanera las representaciones de decapitaciones perpetradas por Caravaggio, algunas de las cuales hacen patente su fisonomía bajo el disfraz de Goliat, aborda también el papel de otros personajes que resultan contradictorios y que fueron ejecutados por razones principalmente políticas, como Oliverio Cromwell, en tantos aspectos el opuesto al ya mencionado mártir Tomás Moro, vemos así que el destino de ambos fue similar, pues Cromwell. aunque artífice de la contrarreforma, después de condenar a muerte a Carlos I de Inglaterra, resultó decapitado.

Estos son los intríngulis en los que la narración hace reflexionar, como episodios de una partida de tenis, e incluso cuando se adentra en aspectos de nuestra propia historia. Cuatro millones de personas se iban a volver cristianos porque un extremeño cuarentón y sin currículo (o sea Hernán Cortés) había roto la cacerola del mundo sin siquiera darse cuenta de lo que estaba haciendo. Si uno coteja la certitud de este hecho con los paneles de Diego Rivera en el primer piso del Palacio Nacional, donde Cortés está representado como un sifilítico deforme e idiota, no se puede menos que dar la razón a Enrigue, pues, ¿un personaje así, punto menos que un dechado de deformidad y de idiocia hizo colapsar un imperio? La orla del escudo de Cortés, acuciosamente descrito, muestra las cabezas de los tlaxcaltecas que hicieron posible su empresa. Ese detalle es horroroso, pero el buen gusto no era fuerte del conquistador.

Lo dicho en Muerte súbita se dice con un conocimiento y uso contemporáneo de nuestra lengua con el que los lectores de narrativa no con tanta frecuencia nos topamos, a lo que se suma incomparable sentido del humor, negro si se quiere.