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Finanzas y sociedad
L

as secuelas de la crisis financiera de 2008 persisten. Aunque las discusiones públicas se van arrinconando en la prensa y en publicaciones especializadas y se dan entre los expertos, bancos centrales, reguladores y las instituciones financieras internacionales, las economías siguen funcionando en el marco de esa crisis, la más reciente.

Y digo la más reciente, puesto que las actividades que provocaron los excesos especulativos en los mercados financieros y, también, en los sectores productivos, como fue el caso de la construcción, no van a dejar de ocurrir. Son inherentes a una economía que funciona con dinero y crédito. Mientras más sofisticados son los instrumentos para el intercambio y el financiamiento, más posibilidades hay de cometer excesos.

Las crisis no pueden eliminarse. Los gobiernos y los organismos financieros internacionales de todo tipo saben que no hay suficientes instrumentos de política y de control para contenerlas y lo que intentan es tener apenas algunos mecanismos de prevención y, sobre todo, de reacción, más o menos oportuna cuando las crisis estallen. También lo saben los operadores financieros.

Saben los políticos y los reguladores que el entorno financiero es muy vulnerable y que las medidas disponibles van a la zaga de los mercados y de las posibilidades de mover los capitales rápida y globalmente y crear una creciente fragilidad.

Uno de los espacios en que se crea mayor inestabilidad es en las denominas banca en la sombra (shadow banking) o los bancos que no son bancos (nonbank banks). Estos se expandieron rápidamente cuando las regulaciones financieras fueron relajadas en Estados Unidos desde mediados de 1970 y de modo acelerado de 1999 en adelante. Vaya, que las modalidades de las crisis están muy relacionadas con las ideas del ajuste automático de los mercados. No se arregla el asunto incorporando argumentos sobre la exuberancia irracional o los espíritus animales.

El arreglo de la fragilidad financiera que se manifestó con fuerza en 2008 ha llevado a atender las condiciones que provocan la existencia de instituciones financieras que acaban siendo demasiado grandes para quebrar. Estas exigen enormes cantidades de recursos públicos para su rescate. Eso es lo que enmarca el riesgo moral en que incurren, es decir, que saben que serán rescatadas. El Congreso estadunidense legisló al respecto limitando el tipo de operaciones de inversión que pueden hacer los bancos para limitar la especulación. Pero no hay modo de contener el fenómeno en el campo de la banca en la sombra que ha quedado al margen de la regulación, todos se acomodan.

La Reserva Federal impuso una política de enorme expansión monetaria para evitar que se secaran los mercados de crédito. Las tasas de interés se han mantenido muy bajas y si se pudo frenar una depresión del tipo 1929-33, se han creado, en cambio, grandes distorsiones en el uso de los recursos. No es casualidad que los grandes bancos obtengan enormes ganancias luego de ser rescatados, mientras padecen los negocios sin acceso al crédito, persiste el desempleo y el gasto de consumo e inversión tarda mucho en recuperarse.

En Europa se ha privilegiado la austeridad como política de Estado, los costos han sido muy altos y no se abaten. El Banco Central Europeo quiere inyectar recursos a la manera que lo hizo la Fed, ¡seis años después! Pero los alemanes se resisten, para ellos la austeridad de los otros miembros de la zona euro ha funcionado de maravilla. La preocupación por la estabilidad financiera ha castigado a la población con desempleo, desigualdad y ahora con deflación.

En el campo académico, el aturdimiento es bastante grande. La ortodoxia que se ha construido durante más de un siglo y medio y que se ha cubierto de distintos ropajes es muy resistente, no tiene la flexibilidad teórica ni disposición anímica para salirse de los fuertes paradigmas que la sostienen. Ha sido muy rentable para la carrera de los profesores. Ni siquiera tiene la capacidad para integrar los análisis de un capitalismo eminentemente financiero propenso a la inestabilidad sistémica por la que hoy se vive. Los críticos, por su parte, no abren suficientes espacios alternativos para cambiar los modos convencionales de pensar. La discusión tiene mucho de endogamia.

Los argumentos que se usan para discutir las consecuencias de la crisis parten en buena medida de un esquema contra factual, que postula escenarios alternativos del tipo de qué pasaría si se hubiese actuado de otra manera. Pero esto tiene limites estrechos, pues los hechos ya se han consumado y con la fuerza de la ideología y las políticas prevalecientes a pesar de los cambios que puedan aducirse.

Si esta crisis tiene muchos elementos comunes con las experiencias pasadas, su gestión ha sido muy distinta de la gran depresión de los años 1930. Se reaccionó de modo mucho más proactivo en materia de intervención monetaria y se previno el colapso de los mercados, pero se relegó el entorno social. Aquella crisis tuvo que imponer el estado de bienestar y fue seguida de la Segunda Guerra Mundial y de los llamados 30 años gloriosos de crecimiento del capitalismo (1945-1975). Esta se encuentra aún en proceso de asentamiento, que bien podría llevar antes de lo que se imagina a una nueva crisis acomodada al nuevo escenario de regulación y de disputas globales cada vez más tensas.