Opinión
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Un rápido estepario
E

n un futuro cercano que será como el presente, o parecido, un poco mejor, un poco peor, más lo segundo, Brisa abordará en Bucarest el tren a Odessa y más allá para expandir su viaje sin plan ni objetivo, como no sea llegar lejos. Apenas semanas atrás habrá dejado su posición universitaria, su maestría inconclusa, su departamento y sus gatos, con un destino anunciado: Londres. Así habrá sido, pero breve, lo que ya pocos percibirán en México antes de perder contacto. Londres será sólo el trampolín al tren. Los trenes. La sensación de irse alejando física, mental, electrónicamente, y sumergirse en una película interminable y sin editar a través de las ventanas, el Viejo Mundo decayendo, cansado, inamistoso, lleno de rencores y desconfianzas.

A Brisa no le podrá importar menos la decrepitud europea, las ruinas de la nueva guerra disimuladas por la opulencia de ciertos y ciertas. Desfiles de joyas, sirvientes, ropajes, palacios, puentes, catedrales, complejos financieros, industriales, de consumo. O bien los vastos páramos dejados por el progreso. Villorios miserables, lagos secos, campamentos de gitanos, las caras sucias de los migrantes con su despavorido rictus, asomados a un lado de las vías.

Desde su salida de Londres no habrá tocado tierra, rodando de estación en estación como cantara David Bowie, salvo un hotel en la oscura frontera húngara, casi parte de la estación misma, y un cruzar la avenida en Bucarest para comprar cigarros y dos botellas de vodka.

Amistades y familiares en México lo considerarán una fase pasajera, un algo que le entró, se busca a sí misma. Habiendo tan buenos manuales de autoayuda. Les faltarán elementos, aunque tropiecen con sus huellas en las redes sociales, señal de que a veces navega las ondas de la civilización, y no sólo tripulando la distancia.

Debería ser fácil rastrearla con relativa precisión mediante los localizadores para su computadora y su móvil. Sólo que el teléfono habrá quedado en un basurero de andén en Estrasburgo y de la laptop se perderá el rastro en Alemania. Una morosa semana después, fuera de radar como no sean las aduanas de Ucrania y Rusia, tensas y peligrosas, Brisa sentirá que comienza la travesía. A partir de entonces prestará atención a los hombres que le presten atención, sin ignorar que el territorio que recorre es peligroso para las mujeres, más si son atractivas, y Brisa, bueno, tú nomás acuérdate, dirían sus colegas.

Habrá pasajeras rubias de calendario, y sílfides de rasgos mogólicos al adentrarse en la densidad euroasiática. Matronas gordas y con verrugas, racimos de mujeres de ojos negros ocultas bajo velos musulmanes. Milicias, boleteros guapos o espantosos, policías, pasajeros construidos en gimnasio, adolescentes grasientos pero atractivos. Patanes, muchos, reconocibles a primera vista. Brisa tendrá en su pasado cantidad de patanes.

El paisaje se empeñará en ser blanco. Borrado. Ausente. De momento única pasajera en una cabina, Brisa dejará sus aparatosos abrigo, bufandas y gorro y saldrá a caminar a lo largo de ese enésimo tren, del frente al cabús: las clases abismalmente diferenciadas, los bares, el inhóspito balconcillo para fumadores. Los húmedos corredores del tren, calurosos, con un tufillo a fierro. Un hombre la seguirá, disimulado, persistente. Ella lo habrá observado. Eslavo, bello, frío, quizás cruel, quizás interesante. Ella decidirá que no lo querría nunca. Retrocederá sobre sus pasos de improviso, cruzará con su discreto perseguidor y se dirigirá a su cabina, despacio, ensimismada. Lo perderá de vista.

De vagón en vagón, topará con un cargador con el uniforme azul de la empresa terminando de cerrar unos compartimientos de carga y equipaje. Él girará al tenerla cerca. Quedarán de frente, bloqueándose el paso. La mirará. Lo mirará. ¿Afgano o de algún Titistán post soviético? Decididamente proletario, que ya no está de moda, con más edad que pelo, oscuro de tez y los ojos verdeagua como un relámpago. Una dentadura limpia sonreirá en aquella penumbra de pasillo, en aquella oscuridad de rostro. Él le cederá el paso pero ella no pasará, soltando en castellano varias frases de franco descaro. Ojos Verdes le contestará una retahíla en lengua irreconocible, no europea, y olerá a sándalo.

Unos segundos más y en una vaharada Brisa sentirá la emanación de ese cuerpo trabajado. Le tomará la mano y en el idioma universal de Sígueme lo conducirá por los corredores hasta su cabina, entrarán y el resto sucederá inmediatamente. Creerá entender que se llama Jomad. Él no logrará pronunciar Brisa, sólo Risa con ere, suave. Será un tierno, entendido, original amante que le rendirá tributo entusiasmado. Cuando se despidan, pues él bajará en su fin de turno al llegar a la siguiente parada, ella respirará hondo un dolor-y-gozo, reina de sí, y sentirá la estepa entrar bajo su bata semiabierta. Correrá el postigo y yacerá, ida, en el sillón tibio todavía y la almohada con sudor a sándalo.