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Maya Angelou

T

enía una sonrisa furiosa, o tal vez una furia sonriente, que acompañaba su voz esencial de cuentacuentos con la que extraía luz y gracia de lo más oscuro. Con sus palabras superaba rabia y odio; jamás aceptó ser víctima, sino que siempre, con una urgencia tranquila, invocaba la dignidad sobre todo, ante todo, para todos, en el festejo agridulce de la vida.

Y aun así me levanto (And still I rise), se titula uno de sus poemas, que empieza: Tú me puedes anotar en la historia/con tus amargas y enredadas mentiras/ puedes pisotearme en la misma tierra/pero aun así, como polvo, me levantaré. Y concluye: “Desde las chozas de la vergüenza histórica/me levanto/Arriba desde un pasado enraizado en dolor/me levanto/… Traigo los regalos que dieron mis ancestros/soy el sueño y la esperanza del esclavo/ Me levanto. Me levanto. Me levanto”.

Maya Angelou, poeta y autora de más de 30 libros, siete de ellos de memorias (el volumen más famoso fue Sé por qué canta el pájaro enjaulado (I know why the caged bird sings, el cual, al ser publicado en 1970, se mantuvo durante dos años en la lista de los best sellers del New York Times), falleció la semana pasada a los 86 años. Su contribución artística, entre otras cosas, incluye el guión original y la música de la película Georgia, Georgia, (primer guión de una afroestadunidense producido en una película), dirigió y actúo en Cabaret por la libertad en Harlem (para recaudar fondos para Martin Luther King), fue actriz estelar de la obra teatral Los negros, de Jean Genet, adaptadora de Ájax, de Sófocles, y productora de una serie de televisión en 10 partes sobre las tradiciones africanas en la vida estadunidense.

Fue galardonada con la Medalla Presidencial de la Libertad, el premio civil más alto del país, por el presidente Barack Obama (anteriormente recibió la Medalla Nacional de las Artes). Declamó uno de sus poemas en la toma de posesión del presidente Bill Clinton. Ganó decenas de distinciones nacionales más, y en sus últimos años fue profesora universitaria y una de las figuras culturales más reconocidas del país.

Además fue bailarina –estudió con Martha Graham y bailó con Alvin Ailey–, cantante (grabó un disco de calypso), y fue la primera mujer conductora de los tranvías de San Francisco a los 15 años de edad.

Amiga tanto del reverendo Martin Luther King –quien en 1961 le pidió ser la coordinadora de su organización de derechos civiles en el norte– como de Malcolm X, junto con varias de las principales figuras literarias afroestadunidenses de las últimas décadas, desde James Baldwin a Toni Morrison.

Pero también fue famosa como anfitriona de fiestas en Harlem y donde viviera, entre otros lugares Carolina del Norte, California, Ghana y El Cairo (donde se dedicó al periodismo). Dicen que planeaba otro gran reventón cuando murió.

“Sólo eres libre cuando te das cuenta de que no perteneces a ningún lugar, que perteneces a todos los lugares… El precio es alto. La recompensa es grande”, comentó al gran periodista Bill Moyers en 1973.

Fue como una canción de blues: creció en los tiempos de la gran depresión en San Luis, Misuri, y en el pueblo de Stamps, en Arkansas, donde vivió la brutalidad del racismo institucional y la violencia cotidiana de la pobreza, sólo para después escribir con ferocidad y gracia, envinadas con humor, la experiencia de todo esto en carne propia, superando todo al celebrarlo, afirmando: y aun así me levanto.

A los siete años fue violada por el novio de su madre, quien poco después fue asesinado a golpes por familiares de Angelou por esa atrocidad. Pero esa experiencia la dejó casi muda durante unos cinco años (ella contó que pensaba que su voz había matado a un hombre), sólo para que el resto de su vida su voz y su pluma rompieran silencios impuestos e invitaran a bailar, a la alegría, al alivio.

Logró acabar la preparatoria semanas antes de parir a su hijo. Madre soltera, trabajó de mesera y cocinera, y también algunos reportan que fue brevemente prostituta y madame. Pero nunca dejó al lado su entrega a las artes.

Sus memorias pintan la vida de una mujer afroestadunidense en los rincones de este país, de lo de abajo, pero no de estudio sociológico, sino como experiencia humana individual del cuento estadunidense de racismo, sexualidad, violencia, la familia y la comunidad, la sabiduría colectiva y el enfrentamiento entre pasado y futuro.

Ella me demostró, aun como niño, el poder abrumador de un cuento bien contado, la manera en que podía cambiar corazones y cambiar la historia, escribió el columnista del New York Times Charles Blow la semana pasada.

Ella comentó en esa famosa entrevista con Moyers que “la lucha hacia ser libre es como luchar para ser un poeta o un buen cristiano, o un buen judío, o un buen musulmán… Trabajas todo el largo día y logras algún nivel de éxito al anochecer, te duermes y te levantas la próxima mañana con la tarea aun por cumplir. Entonces empieza todo de nuevo”. Agregó que “uno puede encontrarse con muchas derrotas pero nunca debes derrotarte, nunca…. Tienes que reír, reírte mucho de las cosas más bobas, y ser muy serio. Tienes que amar la vida”.

La vida era para ser celebrada plenamente, subrayaba Angelou. El punto, afirmó, no es sólo sobrevivir, sino florecer, y florecer con un poco de pasión, un poco de compasión, un poco de humor y un poco de estilo. En otro momento afirmó: si siempre estás intentando ser normal, nunca te darás cuenta de lo maravilloso que eres.

Las mujeres bonitas se preguntan dónde está mi secreto/ No soy mona o construida para medirme de talla de modelo/ Pero cuando les empiezo a contar/ piensan que estoy diciendo mentiras/ Les digo/ está en el alcance de mis brazos/ el tramo de mis caderas/ mi paso a zancadas/ la ondulación de mis labios/ Soy mujer/ fenomenalmente/ mujer fenomenal/ Esa soy yo (fragmento de su poema Mujer fenomenal).