Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 8 de junio de 2014 Num: 1005

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La tetralogía de
Eraclio Zepeda

Marco Antonio Campos

El último hombre,
de Mary Shelley

Luis Chumacero

Lo bien hecho...
Ricardo Yáñez

Inconformidad
y escritura

Luis Rafael Sánchez

El eructo de
los ruiseñores

Mario Roberto Morales

Saul Steinberg: exilio
desde la Novena Avenida

Leandro Arellano

La vida de Gerardo Deniz
José María Espinasa

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Febronio Zatarain
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
María Bravo
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Foto: Marco Antonio Cruz/ La Jornada

La tetralogía de Eraclio Zepeda

Marco Antonio Campos

En diciembre de 2013 el FCE publicó Viento del siglo, la última novela de la tetralogía de Eraclio Zepeda, la cual es a la vez la saga familiar y una saga histórica chiapaneca, y por extensión, hemos dicho antes, una parte no contada de la historia nacional. Las anteriores novelas de la saga son Las grandes lluvias (2006), Tocar el fuego (2007) y Sobre esta tierra (2012). Desde cuando Zepeda fungía en París como embajador de México en la UNESCO, en 2000, tuve en las manos el manuscrito de la primera versión de Las grandes lluvias. Zepeda ya tenía pensados hasta los títulos y sabía que la tetralogía abarcaría un siglo.

Lo más natural sería que en Chiapas las cuatro novelas fueran libros de texto en preparatoria y en la carrera de letras en la universidad. Los jóvenes y  adolescentes, desde la mirada de un siglo –de la década de los treinta del siglo XIX a la década de los treinta del siglo XX–, podrían aprender de su estado: geografía, trazos de recuperaciones urbanas, la compleja naturaleza, costumbres de épocas, las fiestas populares, los bailes de sociedad, la vida de las familias bien, la situación de los indígenas, y claro, ante todo, los hechos políticos, que ahora ya, mucho tiempo después, se han vuelto historia. Más allá de que los liberales tuvieran en algunos períodos el poder, se percibe que la aislada Chiapas era una provincia conservadora, y en algunos aspectos ultraconservadora.

Cuando leemos las novelas, sin hacerlo explícito, Zepeda nos obliga a preguntarnos cómo Chiapas, en su aislamiento, al menos hasta el fin de la Revolución armada, no se convirtió en república independiente. Por ejemplo, Zepeda nos recuerda aquí algo que nos causa estupor: hasta Álvaro Obregón ningún candidato presidencial hizo campaña en Chiapas y Lázaro Cárdenas fue el primer presidente que visitó lugares del estado donde políticos nacionales nunca pisaron o no los habían visto ni en fotografía.

Sin duda, los pasajes que leemos con más interés en Viento del siglo son aquellos de momentos relevantes en los cuales se relacionan de manera directa o indirecta la política nacional con la política chiapaneca: la Revolución, donde encontramos al ejército carrancista luchando contra el ejército “mapache”, es decir, el ejército encabezado ante todo por los terratenientes chiapanecos, quienes con sus peonadas defendían sus fincas con valentía y correcta ignorancia militar; la rebelión delahuertista en 1923 (que pasó casi de noche por el estado); los iniciales intentos de organización obrera y de la lucha abierta de mujeres por sus derechos; las vejaciones y atrocidades de los ricos, principalmente sancristobalenses, contra los indígenas; la campaña de Francisco Serrano contra la reelección de Álvaro Obregón, que provoca la matanza de Huitzilac el 3 de octubre de 1927, ordenada por Calles y Obregón, donde son asesinados catorce hombres, serranistas y no, entre ellos Carlos Vidal, gobernador de Chiapas, con sus funestas consecuencias en el estado; el asesinato de Obregón a manos de José León Toral, el 17 de julio de 1928; las costosas e inútiles persecuciones contra la iglesia en Tabasco y Chiapas, que tienen un momento negativamente clave con la quema de iconos y objetos católicos en el cerro de El Divisadero; el relampagueante paso por la Presidencia de la República de Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez, y los primeros años como mandatario de Lázaro Cárdenas, nuestro gran presidente del siglo XX. En las páginas de la novela hallamos cosas de todos los días en el México de entonces, las cuales en gran medida perviven ahora: el abuso del poder y las vendettas de los políticos, las crueles desigualdades sociales y el gravísimo problema de la tierra, el hambre secular de campesinos e indígenas y la voraz corrupción de los poderosos que se apropian a través de artimañas legales de lo que no les pertenece, y los bienes y el dinero los heredan sus familias por generaciones…

Como se dijo mucho en la mitad del siglo pasado, la novela es un cajón donde puede caber de todo; Zepeda lo hizo en su tetralogía. En esta última, Viento del siglo, Zepeda no olvida asimismo sus oficios de gran cuentista y de gran cuentero, y crea, además de la historia personal del personaje principal (Ezequiel Urbina), múltiples personajes y múltiples historias pequeñas, que aparecen breve y fugazmente. Creo que sobran en la novela, no sólo por extensos, sino por no venir al caso, las reproducciones de una letrilla satírica del viejo coronel Urbina y un relato antiguo del joven capitán Urbina.

Entre los pasajes que se leen con más interés está aquel que narra cuando, sentenciado a muerte por ser fiel al serranista gobernador Carlos Vidal, Ezequiel Urbina debe escapar con un amigo, Augusto Rébora, primero a Ocosingo y luego a la selva, donde se refugia en una finca de un antagonista político pero hombre leal, donde se entera de la matanza de diputados locales vida-listas-serranistas, es decir, de no huir, el propio Urbina habría sido fusilado. Emprende luego la fuga hacia Guatemala, llega a la frontera (Nentón), donde logra inmediato asilo por orden presidencial, pasa por Zacaleu, donde organiza mínimamente el caótico y primitivo cuerpo policíaco, y llega al fin a la ciudad de Guatemala, donde viven una hermana (Luchi) y su esposo (Carlos Rabasa). Pasajes deleitosos son también, cuando en esa ciudad –páginas dignas de la picaresca latinoamericana– Urbina actúa de mudo por semanas con una familia bien, y otra vez, cuando con un primo, autobautizándose como El Matador Azteca, estafa en El Salvador a los pobladores por torear sin tomar –nunca tomó– muleta, capote, banderillas y espada. Podrían añadirse quizás unos párrafos de índole tristemente dramática por la intolerancia política que no cabe hacia ninguna religión: cuando el capitán Urbina asiste como autoridad a la quema de iconos y objetos católicos en el cerro El Divisadero, y no puede o no quiere hacer nada, volviéndose cómplice.

Al terminar Viento del siglo, como en las anteriores novelas de la saga, sentimos, gracias a Eraclio Zepeda, que sabemos un trozo más de la historia del pueblo chiapaneco, una historia de la que por lo general se sabe muy poco fuera del propio estado, una historia que Zepeda ha sentido siempre entrañablemente suya y la vuelve, al novelarla, entrañablemente nuestra.