El gobierno cierra las puertas al
campo y promueve el desarraigo


El Tumbo, Chiapas. Foto: Enrique Carrasco

Ramón Vera Herrera 

Junto con su turbia y contrainsurgente Cruzada contra el Hambre, el gobierno en turno sigue empeñado en profundizar las reformas estructurales para el campo.

Este ataque directo contra el campesinado mexicano se cocina todavía tras bambalinas, en el cálculo de si se necesita una reforma final contra la propiedad social de la tierra o si, con nuevas políticas públicas agrícolas y programas de asistencia y promoción, es suficiente para demoler la capacidad productiva del campesinado en aras de que abandone el campo y se vuelva mano de obra más desprotegida, fragilizada o dócil en ciudades ajenas.

Si las reformas estructurales de los ochenta y noventa significaron dificultar aún más la posibilidad de que el campesinado resolviera por sus propios medios, creatividad y experiencia los asuntos cruciales de su vida —como la subsistencia— apelando a la viabilidad de sus estrategias agrícolas, los funcionarios nos advierten que se necesita un recrudecimiento. Que “basta de minifundismo”, que “basta ya de ineficiencia campesina”. Que se necesitan nuevos paquetes de tecnología agrícola, pero sobre todo, “una ‘nueva asociatividad’; que las comunidades y ejidos compacten su tierra para que con grandes extensiones se relacionen ‘de tú a tú’ con las grandes corporaciones y México por fin produzca las cantidades de alimentos que se merece”. Y hay quien dice que buscan “soltar el estricto carácter de las asambleas ejidales” para permitir la individualización de la propiedad “sin tanto trámite como antes”. Qué significa esa cantaleta.

Recordemos un poco. Todavía pesa para bien en la memoria histórica de los núcleos agrarios la Revolución de 1910, y hoy por hoy éstos cuentan con un poco más de 40 por ciento de la tierra agrícola del país, sea por posesión ancestral (como las comunidades indígenas) o  porque se les concedieron tierras en el proceso de reforma agraria emprendida por la Revolución (como los ejidos).

La nueva reforma para el campo, comienza a amenazar con que debemos depender de las grandes corporaciones para que resuelvan la productividad agrícola poniendo a trabajar como nuevos siervos a los campesinos en sus propias tierras

A los gobiernos que decidieron acatar las reformas estructurales venidas con el Consenso de Washington, les pesó para mal esta memoria histórica y emprendieron el desmantelamiento jurídico de muchas leyes que protegían bienes y ámbitos comunes, y derechos colectivos. La contrarreforma del artículo 27 de la Constitución fue un intento concreto por comenzar la privatización e individualización de la propiedad social, para convertir la tierra en mercancía sujeta a venta, compra, renta o enajenación (perdiendo su carácter protegido de “inalienable, inembargable e inextinguible”) lo que la haría perder su carácter colectivo, pero también su carácter integrador indisoluble de tierra-agua-recursos naturales, es decir, su potestad territorial, separando estos elementos como si fueran aislables, cosificables, mercantilizables.

El desarraigo no comenzó ahí, pues lleva siglos ocurriendo, en el acaparamiento de los conquistadores y luego en las leyes de desamortización del siglo XIX, pero el artículo 27 reformado recrudeció la escisión de la gente y su lugar de origen: de ser el centro de una vida plena, cumplida en los cuidados y las relaciones y los saberes que configuran el espacio significativo que llamamos territorio, el proceso de dislocación-certificación-privatización buscó convertir el territorio en objetos despojados de su profundidad: terrenos, lotes, bienes raíces.

Era un intento por formalizar el acaparamiento de tierras que las corporaciones buscan que ocurra. Y se implementó con un programa de certificación, titulación e individualización de las tierras comunales o ejidales (el Procede-Procecom) que durante 14 años intentó fragmentar las comunidades y los ejidos condicionando la asistencia gubernamental para forzarle la mano a los núcleos agrarios. Al cierre de su implementación en noviembre de 2006, logró que más o menos un 92 por ciento de las comunidades y ejidos certificaran sus tierras.

El Anáhuac lo ensanchan
maizales que crecen.
La tierra, por divina,
parece que la vuelen.
En la luz sólo existen
eternidades verdes,
remada de esplendores
que bajan y que ascienden.
Las Sierras Madres pasa
su pasión vehemente.
El indio que los cruza
“como que no parece”.
Maizal hasta donde
lo postrero emblanquece,
y México se acaba
donde el maíz se muere.

Gabriela Mistral: El maíz

Decimos más o menos porque los datos finales son confusos. En el mismo Libro Blanco del Procede, las cifras son contradictorias o no cuadran. Asumiendo estas imprecisiones insistiremos en que existen por lo menos 2 mil 640 núcleos agrarios que no fueron certificados (dice el Procede que por irregularidades, y mucha gente sabe que porque se negaron por completo). Por su parte, dice el Fondo de Apoyo para Núcleos Agrarios por Regularizar (fanar) que sólo son 2 mil 421. Del universo de 28 mil 561 a los que se obligó certificar (de un total de 31 mil 201 núcleos), una inmensa mayoría mantuvo su carácter colectivo negándose a individualizar sus parcelas y hacerlas totalmente transferibles, tanto que el mismo Banco Mundial tuvo que aceptar que “menos del 15 por ciento —la mayoría en tierras periurbanas— optó por esta opción”. De esos núcleos sólo una ínfima cantidad tituló individualmente sus tierras.

La nueva reforma para el campo, comienza a amenazar con que debemos depender de las grandes corporaciones para que resuelvan la productividad agrícola poniendo a trabajar como nuevos siervos feudales a los campesinos en sus propias tierras —gracias a la agricultura por contrato y el encadenamiento productivo. La mentada reforma nos amenaza también con erradicar el carácter colectivo de la tierra, algo defendido durante siglos por las comunidades indígenas y que los campesinos de la Revolución reivindicaron como logro. Lo más profundo que se erradicará es la relación de la gente con su territorio, al punto de desarraigarla por completo, borrarle hasta la ignominia la memoria de haber pertenecido —en una pertenencia mutua— con una comunidad, con un territorio pleno de sentido por sus saberes y ámbitos comunes, por su relación con lo sagrado.