Donde la milpa muere

Fueron tiempos esos que los Señores de los Poderes de la Unión dictaron una ley escalofriante dirigida contra los derechos a la tierra y el usufructo de los mejores alimentos, todavía, en un país de hombres de maíz nunca suficientemente desmantelado para el gusto y la gana de los Reyes Mundiales con sus largas patas de oro en forma de garra, sus temibles brazos de acero con dedos de barrena y las chispas necesarias para cada incendio. Ya la tierra no sería para que salieran de ella los maíces y los frijoles, las calabazas y las lechugas, los camotes y los chiles, las piñas y las alfalfas, las abejas con su procesión de flores, los aires surcados por patos y mariposas sin fronteras, las frutas reventando inverosímiles arcoíris de sabores.

¿Que de quién serían tan lindos suelos, subsuelos y sobresuelos de la Nación de marras? ¿Para qué servirían? Para una cosa abstracta que llamaban hidrocarburo, mineral, agua simple, las más concretas materias primas, las más valiosas para Presidentes y Reyes y Generales y Papas y Gerentes con patas de oro y bombas en efectivo para ocupar las islas del Caribe o las montañas en tantas partes de ese país que ya debía decirle adiós a todo aquello.

Lo señores discurrían: “Vaya que ese lugar que le dicen México es anomalía, por más que lo hemos jeringado, si ya las tierras del planeta se calientan de una y bien uniforme epidemia de (nuestros) monocultivos, más pesados que las bombas, y los campesinos están tan en extinción como los tapires y las abejas. ¿Cómo seguir tolerando una nación de insolentes campesinos rebeldes que no quieren soltar sus territorios para que se cumplan Nuestros Altos Propósitos; que le pongan barricadas y tracen surcos de cultivo a mano blandiendo conquistas ejidales, titulaciones primordiales, herencias seculares, tierras recuperadas: su ‘privilegio’ (ellos que no son como Nosotros cómo van a tener privilegios) de seguir alimentándose y alimentando a todos de esos sus suelos? No en vano inventamos los tratados de libre comercio para venderles manzanas de plástico, y las mazorcas dulzonas de goma que les recetamos a estos jijos del mais, importadas de países donde antes las usaban para engordar a los puercos”.

Poderosas, las razones de los señores: “Tan buena tierra, tan generosa y resistente cornucopia, y todavía en manos de esa gente que por más que la hambreamos y legislamos nomás no se muere. Se desperdician en manos de pescadores las costas y las islas. Y en sierras como la Tarahumara, selvas como la Lacandona, montañas como la de Guerrero, valles como San Salvador Atenco, en penínsulas e istmos, en riberas del Yaqui al Usumacinta, los campos están en manos de, ¡ay, cuánto atraso!, ¡campesinos! a estas alturas del siglo, si ya sólo debían existir en la imaginación vegetariana de organismos y grupos civiles de países ricos o pobres donde esas leyes ya son Progreso Puro, en superficies transgénicamente privatizadas”.

No, México no sería la excepción. Que si el 17 por cientos del planeta era cultivado por esos campesinados atávicos, que si seguían alimentando a la gente que se debería surtir de la mercancía de los Poderosos Productores, señores asociados de los Poderes de la Unión, y otros jefes no menores (financieros, mandos policiacos y castrenses, criminales organizados). Había que remediarlo. Para qué fueron si no Procede y Fanar en ese México rejego. Se cumpliría, del lado malo, aquel elogio de Gabriela Mistral cuando México le fue amable y cantable: “México acaba donde la milpa muere”. Los señores lo saben.

Para el lector interesado: Biodiversidad en América Latina y El Caribe

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