Opinión
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Yo también me acuerdo

Una autobiografía construida con instantáneas y retazos de la memoria en un libre fluir de ideas, emociones e imágenes es lo que Margo Glantz regala a los lectores en Yo también me acuerdo, su libro más reciente publicado por Editorial Sexto Piso. A la manera de Georges Perec, quien escribió Je me souviens (Me acuerdo), al igual que otros artistas como Pier Paolo Passolini o Zeina Abirached, la colaboradora de La Jornada evoca su vida en un collage de hondos paisajes y triviales acontecimientos. Viajera, grafómana y lectora voraz, comparte una mirada a la punta del iceberg de su memoria. Con autorización de la editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto del volumen que será presentado el miércoles 18 de junio, a las 19:30 horas, en la cafebrería El Péndulo Roma, en la avenida Álvaro Obregón 86

M

e acuerdo que hasta los treinta años creí que era fea y tonta.

Me acuerdo que sólo tuve una muñeca en mi infancia, a lo mejor es un recuerdo falso.

Me acuerdo de cuando era niña: en Valle de México aún había lagos: Texcoco, Chalco, Xochimilco.

Me acuerdo de mi padre, usaba sombreros Tardán y una barba al estilo de la de Trotski.

Me acuerdo que los lagos de Chalco, Zumpango, Cuautitlán y Texcoco se han desecado.

Me acuerdo que la labor de desecación empezó en la Colonia.

Me acuerdo que mi papá tenía una colección de pipas.

Me acuerdo que nací un 28 de enero de 1930.

Me acuerdo que un 28 de enero de 1939, Virginia Woolf visitó a Sigmund Freud, recién llegado a Inglaterra, perseguido por los nazis.

Me acuerdo que cuando tenía diez años paseaba con mi padre y la gente decía: allí va Trotski con su hija.

Me acuerdo que alguna vez mi padre fue dentista.

Me acuerdo cuando usaba zapatos negros de charol y tobilleras blancas con un filito encarnado.

Me acuerdo que en los Estados Unidos no se puede fumar, pero sí portar armas.

Me acuerdo que en 1939 los camisas doradas, seguidores de Hitler, intentaron linchar a mi padre.

Me acuerdo que en 1940 asesinaron a Trotski.

Me acuerdo de Kalachnikov, inventor del Cuerno de Chivo. Murió a los 94 años, muy satisfecho de su invento.

Me acuerdo de un anuncio que pasaban en la XEW hace más de cincuenta años: De Sonora a Yucatán se usan sombreros Tardán.

Me acuerdo del Ak-47, el arma preferida de los narcos.

Me acuerdo de Alfred Nobel, inventó la dinamita y hoy se dan premios en su nombre.

Me acuerdo que se habla de darle el Nobel de la Paz a Edward Snowden. ¿Por qué no tambíén a Julian Assange?

Me acuerdo que Snowden y Assange pudieron hacer del internet un instrumento subversivo.

Me acuerdo cuando visité la casa de la viuda de Oliver Winchester, el inventor del fusil a palanca. Como era casi enana, había construido una casa a su medida.

Me acuerdo que Winchester es una ciudad inglesa con una bella catedral gótica; entre sus reliquias se encuentra la mesa redonda donde se sentaban el Rey Arturo y sus doce caballeros.

Me acuerdo de la primera vez que enseñé en los Estados Unidos, en el Instituto de Lenguas extranjeras de Monterey, California.

Me acuerdo que cuando viví en California solía tomar la carretera #1 para almorzar un sándwich de queso y aceitunas negras en Nepenthe, bello y pequeño restorán situado en lo alto de una montaña muy cercana a Big Sur.

Me acuerdo de Henry Miller. Se había retirado en Big Sur del mundanal ruido con una de sus esposas, creo que la quinta, una japonesa.

Me acuerdo que recorría la carretera #1 en un coche color verde caqui, que había pertenecido en épocas mejores a la Pacific Bell Company, en esa época la empresa telefónica más importante del oeste.

Me acuerdo que yo circulaba en esa carcacha inmensa y ascendía con esfuerzo la angosta carretera por donde circulaban otros automóviles a gran velocidad.

Me acuerdo que cuando en 1954 llegué por primera vez a Istambul, la legendaria Constantinopla, tuve la sensación de no haber salido de la Ciudad de México y de recorrer incesantemente calles idénticas a las de un barrio popular, la Lagunilla.

Me acuerdo de Istambul, ciudad maravillosa.

Me acuerdo de haber recorrido varias callejuelas sucias y estrechas y de repente apareció ante mis ojos el Cuerno de Oro.

Me acuerdo que en el círculo de amigos de Joseph Conrad se decía que su mujer Jessie era gorda, mecanógrafa y cocinera. Sus memorias demuestran que era algo más.

Me acuerdo que me cuesta trabajo gozar plenamente de mis experiencias.

Me acuerdo que mientras contemplaba el Cuerno de Oro, me acordé de París, mi punto de partida, a pesar de que seguía contemplando desde un recodo de la ciudad el maravilloso Cuerno de Oro.

Me acuerdo que lloré desesperada. Quería seguir viendo el agua, los minaretes, el cielo azul.

Me acuerdo que, como por lo general sucede en los viajes, regresé en mi imaginación a París y luego en la realidad.

Foto
Margo Glantz, el pasado miércoles, durante el homenaje que recibió en El Colegio de MéxicoFoto José Antonio López

Me acuerdo que en el 2000 mi hija Renata me invitó a Istambul.

Me acuerdo que en ese último viaje compré un kilim y varios cojines de ese mismo material en un bazar donde también me dieron café turco.

Me acuerdo del retinol, dicen que es más efectivo para rejuvenecer la cara que una cirugía estética.

Me acuerdo de uno de mis más grandes defectos, exagerar mis grandes defectos.

Me acuerdo que a finales de 1954 llegue a Colonia con Paco López Cámara, nos alojamos en una pensión familiar, costaba cinco marcos, no tenía calefacción, pero sí una cama provista de un edredón relleno de plumas de ganso para combatir el frío.

Me acuerdo que mis padres transportaron desde Ucrania unos baúles muy grandes con edredones y colchones de plumas.

Me acuerdo de la catedral de Colonia ennegrecida, con los vitrales rotos y enormes huecos entre las nubes que dejaban pasar un cielo igualmente tenebroso por el invierno y la huella de las bombas.

Me acuerdo que por ser una niña judía nunca me trajeron regalos de Reyes.

Me acuerdo de El almohadón de plumas, cuento de vampiros de Horacio Quiroga.

Me acuerdo de una enorme recámara art decó donde dormían mis padres cuando era niña. En la cama había un colchón, unos cojines y un edredón de plumas.

Me acuerdo que toda la ropa de cama era blanca, bien almidonada y con bordados.

Me acuerdo que todos los sábados mi padre nos cortaba las uñas de los pies, las cuales caían muy orondas sobre el edredón.

Me acuerdo de cómo lloré cuando ví Lo que el viento se llevó.

Me acuerdo que me gustaban y aún me gustan los colibríes.

Me acuerdo de los colibríes, que con las plumas de su cola componen canciones de amor.

Me acuerdo que cuando tenía dieciocho años viajé a Dallas con mi madre en épocas de intenso calor.

Me acuerdo que en ese viaje admiré la elegancia de las mujeres de esa ciudad, con sus grandes sombreros, sus altos tacones y sus vestidos de algodón.

Me acuerdo que ahora las mujeres en los Estados Unidos se visten muy mal.

Me acuerdo que en 1990 volví a Berlín: quedaban algunos tramos del muro; en dos ocasiones lo había atravesado salvando obstáculos; de súbito, el metro se cortaba en ese recorrido, ahora reestablecido en su trazado natural.

Me acuerdo que en 1990 los edificios de Berlín oriental ostentaban aún el impacto de la metralla y los edificios eran inhóspitos y lóbregos, en espera de un próximo esplendor neoliberal.

Me acuerdo de las radionovelas de mi infancia: Anita de Montemar y El derecho de nacer.

Me acuerdo que esas telenovelas son conocidas como soap operas porque las patrocinaba la Palmolive Oil Company.

Me acuerdo de los Jardines de California, unos jabones color de rosa (cursi e intenso), hechos en México.

Me acuerdo de cuando estudiaba en París, en una de esas crisis de petróleo que de pronto amenazan al mundo civilizado –la crisis de Canal de Suez–, quizá en 1956, tiritábamos permanentemente de frío en ese periodo en que se dejó de importar el gas mazout, necesario para hacer funcionar los radiadores.

Me acuerdo también de un día en París, frente a un quiosco, leía yo los periódicos donde se daba la noticia de la invasión soviética a Hungría. Una dama produjo un aterrador y único comentario: Zut, plus de beurre!

Me acuerdo que en Nueva York y en París siempre hay cosas que hacer.

Me acuerdo que últimamente en México hace más frío que en Nueva York, sobre todo en las casas.

Me acuerdo que cuando tenía quince años leí sucesivamente Palmeras salvajes de Faulkner, Crimen y castigo de Dostoievski y Madame Bovary de Flaubert.

Me acuerdo que no he podido volver a leer algunos de esos libros: no soporto su final infeliz.

Me acuerdo que me es imposible volver a leer cómo se suicida Emma Bovary.

Me acuerdo sin embargo que a Emma no le gustaba dormir con su esposo Carlos porque tenía los pies helados.

Me acuerdo que el primer amante de Emma se estremecía de amor con sólo mirar sus botines.

Me acuerdo de cuando todavía se podía pasear a altas horas de la noche en mi ciudad.

Me acuerdo en Palmeras salvajes y Santuario de Faulkner, los leí cuando tenía quince años, me impresionaron tanto que, como dije antes, nunca más he podido volverlos a leer.

Me acuerdo que cuando era niña vivíamos en un callejoncito en el pueblo de Tacuba, no teníamos agua, se la comprábamos a un aguador, pasaba todos los días cargándola en dos cubetas como hasta hace poco se hacía en China.

Me acuerdo que como no teníamos agua íbamos todos los sábados a los baños públicos, como algunos de los personajes de Simenon.

Me acuerdo que en Atlixco a los baños públicos se les llamaba Placeres.