21 de junio de 2014     Número 81

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTOS: Joseph Sorrentino

Joseph Sorrentino www.sorrentinophotography.com

Los primeros trabajadores empiezan a levantarse poco después de la medianoche y se preparan para otro día en “el field”. Cerca de cien hombres duermen en el piso de los cuartos y pasillos del albergue de la organización Sin Fronteras, en El Paso.

El lugar está lleno de gente y huele a sudor rancio y a cebolla, uno de los cultivos que han estado cosechando. Dos o tres mujeres duermen en una pequeña alcoba junto al área de recepción, compartiendo su espacio reducido con una fuente de agua. La mayoría de la gente duerme sobre una estera delgada o una frazada extendida en el linóleo; usan la ropa con que trabajaron el día anterior.

A lo largo de la madrugada, los trabajadores despiertan y tranquilamente guardan su ropa de cama y demás posesiones. Llenan sus botellas de agua, meten un poco de comida en sus mochilas y salen. Luego caminan seis cuadras hasta arribar a la calle El Paso y piden aventón para llegar a los campos de chile de Nuevo México.

La temporada pasada, poco menos de 78 mil toneladas de chile fueron cosechadas en Nuevo México; casi tres cuartas partes se obtuvieron en los condados de Luna y Doña Ana, en el suroeste. Aunque la cosecha anual de chile se valúa en 65 millones de dólares, según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, el impacto económico real es mucho mayor.

Cuando el chile se vende en las tiendas, o se usa en restaurantes o se añade a las salsas, su valor se multiplica, y la cantidad de dinero que genera es muy superior a los 400 millones de dólares en beneficio de las empresas locales, según la Asociación de Chile de Nuevo México.

El valor del chile de Nuevo México también va más allá del dinero que genera. Carlos Marentes, fundador del albergue, lo llama “la vaca sagrada” del estado y eso no es una exageración. Tan pronto como se inicia la cosecha, las personas se forman para comprar en las rosticerías en los estacionamientos afuera de los supermercados y acuden a los mercados agrícolas en todo el estado; las familias y los amigos se reúnen para largas horas de sesiones de limpia y embalaje; y parece que cada ciudad y pueblo tiene al menos un festival del chile.

Y ahora, la fama del chile verde se ha extendido mucho más allá de Nuevo México. Jaye Hawkins, director ejecutivo de la NMCA, dice que los chiles verdes frescos se envían a los estados vecinos de Texas y Arizona, y llega a Oregon y aún más lejos. Se encuentran en las salsas que se venden en Albertsons, Wal Mart y Whole Foods, entre otros, a lo largo del territorio de Estados Unidos. De hecho, una reciente encuesta de USA Today, de los “Diez mejores”, reveló que la salsa de chile verde de Nuevo México (que es así como le llaman) es número uno en comida icónica de América. Pero de todo ese dinero y elogios que se derivan del chile, sólo escurren unos pocos chorritos a los trabajadores que realizan la cosecha.

Marentes y su esposa Alicia fundaron Sin Fronteras a principios de la década de los 80’s. “El objetivo principal es apoyar a los trabajadores del campo”, dice él. “Ofrecemos servicios de llenado de formularios, recomendaciones para el cuidado de la salud... (las instalaciones) son utilizadas como albergue, tenemos una cocina y los trabajadores pueden tomar una ducha”.

El albergue surgió en respuesta a una conversación que Marentes sostuvo con un trabajador del campo hace muchos años. Ahora, con 62 años de edad, Marentes es un hombre delgado, con una voz tranquila y de maneras suaves, que ha estado luchando por los derechos de los jornaleros durante más de tres décadas.

“Fue una noche en 1984”, recuerda. “Hacía mucho frío y estábamos tratando de convencer a los trabajadores de estallar en huelga en una granja específica. Un trabajador que dormía en la acera dijo: ‘Sería buena idea tener un sindicato... contratos..., pero ¿no sería mejor si tuviéramos un lugar para pasar la noche? Aquí estamos en las calles, es inhumano’”.

Se necesitaron poco más de diez años, pero Sin Fronteras finalmente abrió su centro y albergue en febrero de 1995. En el pico de la cosecha de chile, aquí se puede albergar hasta 125 personas, y unas pocas docenas más pueden dormir en las afueras del edificio. Las personas que están aquí sienten que tienen pocas opciones.

“Es duro dormir en el piso, pero (no ganamos) suficiente dinero para un apartamento”, dice Isidro Mancha, un hombre grande que ha estado viviendo en el albergue de manera intermitente durante unos diez años. “Si tienes un apartamento, no vas a tener para comer”.

Se puede dormir en el albergue gratuitamente y las comidas y cenas diarias aquí cuestan sólo cuatro dólares cada una.

“Si no hubiera albergue, probablemente dormiría en las calles, sobre cartón”, afirma José Luis Terrazas, de 62 años de edad, cosechador de chile que ha trabajado en el campo durante unos 40 años.

En la oscuridad, antes del amanecer, la calle El Paso está llena de decenas de hombres y mujeres que buscan trabajo. Vienen del albergue, de otras partes de El Paso, o incluso de Ciudad Juárez –cruzan el puente hacia Estados Unidos todos los días–. Alicia Marentes dice que aproximadamente diez por ciento de los trabajadores son ciudadanos de Estados Unidos, y el 90 por ciento son de México, principalmente de Chihuahua, Durango y Coahuila. Casi todos ellos, dice, tienen la residencia legal.

Los trabajadores suelen comprar un burrito o dos en un puesto que los vende en la madrugada o en un local de la pastelería Blue Seal, que ofrece alimentos mexicanos a media cuadra de distancia. Luego se sientan en una banqueta o se apoyan contra un edificio, mochilas colgadas sobre su hombro, y esperan –a veces durante dos o tres horas.

“Necesito llegar temprano, pues así tendré la oportunidad de trabajar”, dice Terrazas. “Es posible que si uno llega tarde, no pueda trabajar”. Es una vida de incertidumbre. “Uno nunca sabe para quién va a trabajar”. Mancha, que nació y se crió en Albuquerque, dice: “Todos los días es un contratista diferente, una granja diferente”.

Los pocos afortunados de ser elegidos para un día de trabajo en los campos de chile se amontonan en un autobús o en una camioneta. Los autobuses son gratuitos y facilitados por los agricultores, pero el viaje en camioneta cuesta entre cinco y ocho dólares. Si van a las fincas en o alrededor de Hatch, los trabajadores habrán de recorrer un trayecto de 95 millas (153 kilómetros), lo cual toma poco más de dos horas en autobús. Llegan justo después de las 5:00 de la mañana, y esperan en el autobús sentados hasta que haya luz solar suficiente para empezar a cosechar. A finales de julio, esto ocurre alrededor de las 6:00 AM.

Mientras el día despunta, los trabajadores salen del autobús y se colocan frente a una fila de chiles, con grandes cubetas grises a sus lados. El aire es ligeramente perfumado por el olor de los chiles. A los trabajadores se les paga entre 65 y 80 centavos de dólar por cada cubeta llena, dependiendo de la granja. El cosechador más rápido llena una cubeta en tres minutos y puede llegar a cien en un día bueno.

Las plantas de chile son arbustos bajos; por eso, para cosechar los chiles brillantes, los jornaleros se arrodillan en el suelo y van empujando la cubeta delante de ellos. “A veces, está tan lodoso (el campo) que uno se ensucia mucho”. Erik Rubio, un trabajador de 24 años de edad, dice: “Se siente uno como un cerdo”.

A los pocos minutos de iniciado el trabajo, la ropa de la mayoría de los trabajadores se empapa de la humedad que hay en las plantas por la lluvia de la noche previa. Como su paga depende de qué tanto cosechen, los trabajadores se mueven rápidamente.

“¿Quieres ganar dinero?, tienes que mover los dedos rápido”, dice José Valente, quien a los 65 años todavía sonríe a pesar del trabajo.

Como en casi toda la agricultura, la mayoría de los trabajadores de chile son hombres. No obstante, las estadísticas más recientes revelan que alrededor de 20 por ciento de los jornaleros en Estados Unidos son mujeres, y eso parece confirmarse en los campos de chile de Nuevo México. En una visita que realicé hace poco, los trabajadores más jóvenes eran dos niñas, Analisa y Sara, quienes dijeron tener 15 y 16 años de edad, respectivamente, aunque se veían mucho más jóvenes.

De acuerdo con el propietario de la granja (quien pidió no ser identificado), un cubeta llena de chile pesa 20 libras (poco más de nueve kilogramos). Los trabajadores la llenan y luego la levantan sobre su hombro y se apresuran a vaciarla en una gran caja; a veces vacían dos cubetas a la vez. En la madrugada, algunos trabajadores sacuden la caja donde vaciarán sus chiles. Cada vez que entregan una cubeta, reciben una pequeña ficha de plástico y vuelven a su lugar en el campo. Incluso en el frío de la madrugada, el sudor rápidamente empieza a manchar su ropa.

El ritmo se desacelera a medida que avanza el día y la temperatura se eleva. “Al final de la jornada, estás exhausto y sólo quieres ir a casa y descansar”, dice Santiago, un trabajador de Rincón. “La espalda, las rodillas, duelen y tienes heridas. Es sólo otro día en el campo, y uno tiene que trabajar otro día mañana”.

Por lo general, el trabajo termina a las 13:00 horas. “Para entonces, tu espalda ya se arquea”, dice el dueño de la granja. “Incluso si quisieras, no podrías trabajar. No vale la pena intentarlo”.

Los trabajadores caminan lentamente de regreso al autobús portando sus cubetas vacías. Sus ropas están terrosas y con sudor; sus dedos, recubiertos de la tierra del suelo y teñidos del verde claro de los chiles cosechados. Cuentan sus fichas y suben al autobús para realizar un corto trayecto hacia donde el contratista espera en su camioneta bajo la sombra de un gran árbol. Cerca, una mujer vende refrescos, agua y burritos puestos en la parte trasera de su camioneta. Los trabajadores esperan bajo el árbol a que los llamen por su nombre; les pagan en efectivo y por lo general todos los días. A pesar del rigor de su trabajo, los jornaleros se ríen mucho y hacen bromas.

Guillermo, el más rápido de los trabajadores, logró llenar 90 cubetas ese día, lo cual representó un salario bruto de 72 dólares. No es un mal salario para él, pero la mayoría de los trabajadores cosechó mucho menos. La mayoría logró algo similar a Raúl, que cosechó 52 cubetas, por un salario de 38.42 dólares, obtenidos en poco más de seis horas de trabajo, o el equivalente a poco más de 6.40 por hora.

Ciertamente, nadie gana un salario digno, sobre todo si se contabilizan los demás gastos. “Si puedes cosechar 70 u 80 cubetas, es bueno”, dice Mancha. “Yo puedo cosechar unas 70 en un turno de siete horas. Digamos que pago seis o siete dólares por el transporte en camioneta y me compro unos burritos, eso son otros tres dólares, más una Coca de a dólar. Después de todo eso, es posible que vuelva a casa sólo con 20 o 30 dólares”.

La mayoría de los trabajadores de Sin Fronteras labora en otras granjas y viaja a otros estados para cosechar: papa en Colorado o Nebraska, o tomates en Arizona; algunos viajan tan lejos como Florida para cosechar naranjas. Antes de que comience la cosecha de chile, muchos cosechan cebollas o preparan los campos de chile de Nuevo México. Obtienen también un pago por hora por deshierbar y escardar las plantas de chile, y la industria agrícola de Nuevo México está exenta de pagar el salario mínimo estatal de 7.50 dólares por hora. En cambio, se supone que debe pagar el mínimo federal de 7.25 y para los trabajadores eso no es más que si les pagaran a destajo (por pieza). “Durante una jornada de ocho horas (su neto es) 53 dólares”, dice Adrián Ramírez. Después de calcular cuánto se gasta en transporte, comida y refrescos, se imagina que termina con 27 o 28 dólares. “Y casi todo lo envío a México”, dice.

El trabajo agrícola es uno de los más peligrosos en Estados Unidos, y las personas involucradas en la producción del campo enfrentan los mayores riesgos de accidentes y muerte. También este trabajo es uno de los peor pagados del país. Una Encuesta Nacional de Trabajadores Agrícolas reciente informó que el ingreso promedio individual de un trabajador del campo es de entre diez mil y 12 mil 499 dólares anuales, y familiar, de entre 15 mil y 17 mil 499. A los 20 mil trabajadores agrícolas de Nuevo México, en especial los que están en los campos del sur de Nuevo México, les va peor. De acuerdo con el Proyecto de Trabajadores Agrícolas Fronterizos, los recolectores de chile suelen ganar menos de seis mil dólares al año.

Y los trabajadores saben que no son bien queridos. “Ellos (los estadounidenses) piensan que somos como Pancho Villa y los atacaremos”, dice Armado Martínez, un apuesto trabajador de 65 años de edad, con el pelo de plata y un bigote bien recortado. “Creen que somos malas personas, pero nosotros levantamos toda la cosecha. Si no hubiera mexicanos, ellos perderían todos sus vegetales. Hacemos todas las cosechas en este país, pero aun así, no quieren a los mexicanos aquí”.

Los agricultores se enfrentan a la dura competencia de México y China, donde la producción de chiles resulta más barata. Si bien los costos varían de una granja a otra, un productor aquí estima que tan sólo el trabajo representa 40 por ciento de sus gastos. En México, la mayoría de los jornaleros ganan unos cuantos dólares al día.

El número total de acres dedicados al chile en Nuevo México ha disminuido de un máximo de 30 mil 600 plantados en 1997 (equivalentes a 12 mil 383 hectáreas) a nueve mil 900 en 2012 (cuatro mil seis hectáreas), aunque la superficie se incrementó ligeramente los dos últimos años de este periodo. El rendimiento por acre ha aumentado, compensando parte de la pérdida de una menor superficie plantada. Los agricultores señalan que una menor oferta de mano de obra es uno de los principales factores que ponen su industria en riesgo, pero Marentes afirma que es más una cuestión de “inestabilidad laboral”. Hay mucha gente dispuesta a hacer este trabajo, millones de hecho, pero Estados Unidos parece incapaz de estructurar un programa justo de inmigración o de trabajadores huéspedes. Muchos agricultores aspiran a que la mecanización resuelva el problema de mano de obra y reduzca sus costos, pero ello significa aún menos empleos para los trabajadores, que no tienen muchas opciones.

La vida no va a cambiar para la mayoría de los trabajadores agrícolas. Ellos dicen que ya son pocos los sueños que tienen. “¿Mi sueño? No”, dice Eduardo Martínez. “¿El de mis hijos? Sí. El sueño de que mis hijos tengan algo más; que no tengan que trabajar en los campos, que tengan algo mejor. Es por eso que trabajamos”.

El trabajo agrícola es difícil y demandante, pero no hay muchas opciones para estos trabajadores. “He buscado en las tiendas, en otros puestos de trabajo”, dice Susana López. “En ninguno he tenido respuesta. Ellos requieren gente con más educación, y yo sólo he estudiado la primaria”. Cuando se le pregunta cómo es posible que se levante a la una de la mañana, día tras día, para ir a trabajar al campo, dice: “Una piensa en la familia”.

“Mis padres no pueden trabajar, mi hija tiene seis años de edad, y todos ellos me necesitan. Tengo que darles de comer y proveerlos de lo que requieren. Eso me da la fuerza y el coraje para soportar el calor y todo lo demás”. Cuando no hay trabajo en los campos –y hubo 15 días en julio en que no trabajó ya sea porque llovió y los campos estaban demasiado húmedos o porque otros trabajadores fueron seleccionados–, ella va de puerta en puerta, pidiendo limpiar casas o patios. Dice sentirse afortunada cuando recibe 15 o 20 dólares luego de realizar la limpieza de una casa durante cinco horas. A veces, ella va a comprar cosas en una “tienda de un dólar” o recoge ropa regalada de una misión religiosa, y luego vende todo esto en Ciudad Juárez. “Hago todo lo que puedo para comer cada día”, dice.

Cuando no hay trabajo, los jornaleros no tienen a dónde ir o qué hacer. Algunos esperarán en la calle El Paso o en la Oregon, con la esperanza de que alguien que necesite trabajadores pase por allí. Muchos se irán al albergue y esperarán a que éste vuelva a abrir por la noche. En un día cualquiera puede uno ver a un número indeterminado de trabajadores afuera del albergue, sentados en las cornisas o descansando sobre cartones repartidos en la acera o en el pequeño pedazo de césped frente a la entrada. Allí esperarán hasta el día siguiente, cuando buscarán otra oportunidad para trabajar en los campos.

Sorprendentemente, en los trabajadores hay poco enojo y resentimiento, aun cuando están conscientes de lo poco que son valorados por quienes consumen los alimentos que ellos cosechan. Esto es resumido de la mejor forma por un trabajador. Estoy sentado frente al albergue cuando se me acerca. Permanece de pie en silencio a mi lado durante varios minutos; es un hombre alto, bien parecido que parece andar a la mitad de sus 40’s. Voltea ligeramente hacia mí y con acento inglés dice: “Mi nombre es Nadie”.

Algunos nombres han sido cambiados a petición de los trabajadores.

*Este artículo fue originalmente publicado por el Santa Fe Reporter, en su edición de enero de 2014.

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