Opinión
Ver día anteriorSábado 21 de junio de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El agua
H

ace unos años hice campaña, entre otras más confiado en la democracia, para jefe de la delegación Benito Juárez y entre otras cosas observé que ahí dos realidades chocan todos los días. Por un lado, habitantes de la demarcación, lo mismo de los barrios populares como San Simón Ticumac, Portales Oriente o la Ocho de Agosto, que de colonias de clase media alta como la Del Valle, Acacias o la Narvarte, se quejaban de la escasez de agua y calificaban el problema de prioritario.

En mis recorridos por calles, mercados y parques, me topaba a diario con grandes cantidades de agua, sólo que transportada en camiones y embotellada en garrafones, en botellas de plástico, azucarada o pura, incolora (como me ensañaron en la escuela que debe ser) o pintada de colores y carbonatada.

Por un lado, el agua escaseaba en los tinacos de las casas, las cisternas de los edificios y las llaves de los patios de vecindades, pero, por otro, comerciantes y empresarios la vendían en 800 o mil pesos por pipa, en botellitas mínimas apenas para una enjuagada de boca, a cinco pesos al público, o en los restaurantes, según se dejara el cliente, como a 30 pesos por el equivalente a un vaso mediano y sí era de alguna marca con nombre extranjero hasta 50.

El agua es de todos, no tiene porque ser vendida, cae del cielo, no es metáfora; se evapora del mar con el calor del sol, se acumula en las nubes y baja en aguaceros en forma de granizo, de nieve o en chipi-chipi; corre por los causes de ríos y arroyos, se esconde en depósitos subterráneos y llena las presas de las que se surten las ciudades. Entonces ¿cómo es eso de que se volvió una mercancía, un género que se compra y se vende; cómo es que vivales y comerciantes nos cobran por lo que es nuestro?

A partir de 2012, el artículo 4 constitucional reconoce un derecho natural anterior al Estado y dispone en forma algo barroca que toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible. La verdad es que hubiera bastado con decir más escuetamente: Toda persona tiene derecho al agua y dejar para normas secundarias y reglamentos los mecanismos para que la sociedad organizada en Estado, respete y garantice el derecho, así como la forma en que el agua, vital por excelencia, llegue a todos limpia y en forma equitativa.

Durante el virreinato, los monarcas españoles concedían a los súbditos que habían prestado un servicio o a quien les parecía mercedes de tierras o de aguas. Esto es, se partía del principio de que el soberano era dueño de tierras y aguas y podía disponer de ellas, concediéndolas a los particulares; a partir de la Independencia el soberano es el pueblo y por tanto el titular de ese bien base de la vida que es el agua.

Es, por ello, un contrasentido que se pretenda convertir el preciado líquido en una mercancía, de la que con algún artilugio se apoderan unos pocos para venderla a los demás. Es de todos y debe garantizarse para hacer efectivo el derecho humano ya reconocido, que todo lo que se requiera para capturarla, almacenarla y distribuirla por las redes públicas, no sea propiedad de nadie en particular, sino propiedad pública, administrada sin ánimo de lucro por una organismo del Estado.

Es loable que haya un proyecto de ley de aguas presentado por el Ejecutivo capitalino, pero el proceso para su análisis y debate en la Asamblea ha de ser abierto, público, participativo y de entrada definir el principio constitucional de que todos tenemos un derecho humano al agua y, por tanto, de ningún modo puede ser considerada una mercancía. Es de todos y los derechos o pagos que cubrimos al Estado por el servicio de llevarla hasta los grifos particulares, son contribuciones al Estado y éste debe gestionarlo directamente y no cederlo a empresas privadas convirtiendo nuestro líquido vital en un objeto de especulación mercantil.